Los juicios

Los juicios no son sino juguetes, caprichos, instrumentos insen­satos para jugar al juego fútil de la muerte en tu imaginación: La visión, en cambio, enmienda todas las cosas y las pone dulce­mente bajo el tierno dominio de las leyes del Cielo. ¿Qué pasaría si reconocieses que este mundo es tan sólo una alucinación? ¿O si realmente entendieses que fuiste tú quien lo inventó? ¿Y qué pasaría si te dieses cuenta de que los que parecen deambular por él, para pecar y morir, atacar, asesinar y destruirse a sí mismos son totalmente irreales? ¿Podrías tener fe en lo que ves si acepta­ses esto? ¿Y lo verías?

Los juicios

Las alucinaciones desaparecen cuando se reconocen como lo que son. Ésa es la cura y el remedio: No creas en ellas, y desapa­recen. Lo único que necesitas reconocer es que todo ello es tu propia fabricación. Una vez que aceptas este simple hecho y recuperas el poder que les habías otorgado, te liberas de ellas. Pero de esto no hay duda: las alucinaciones tienen un propósito, y cuando dejan de tenerlo, desaparecen: La pregunta, por lo tanto, no es nunca si las deseas o no, sino si deseas el propósito que apoyan. Este mundo parece tener muchos propósitos, todos ellos diferentes entre sí y con diferentes valores. Sin embargo, son todos el mismo. Una vez más, no hay grados, sino sólo una aparente jerarquía de valores.

Sólo dos propósitos son posibles: el pecado y la santidad. No existe nada entremedias, y el que elijas determinará lo que veas. Pues lo que ves simplemente demuestra cómo has elegido alcan­zar tu objetivo. Las alucinaciones sirven para alcanzar el objetivo de la locura. Son el medio a través del cual el mundo externo, proyectado desde adentro, se ajusta al pecado y parece dar fe de su realidad. Aún sigue siendo cierto, no obstante, que no hay nada afuera. Sin embargo, es sobre esta nada donde se lanzan todas las proyecciones. Pues es la proyección la que le confiere a la «nada» todo el significado que parece tener.

Lo que carece de significado no puede ser percibido. Y el sig­nificado siempre busca dentro de sí para encontrar significado, y luego mira hacia afuera. Todo el significado que tú le confieres al mundo externo tiene que reflejar, por lo tanto, lo que viste dentro de ti, o mejor dicho, si es que realmente viste o simplemente emi­tiste un juicio en contra de lo que viste. La visión es el medio a través del cual el Espíritu Santo transforma tus pesadillas en sue­ños felices y reemplaza tus dementes alucinaciones –que te muestran las terribles consecuencias de pecados imaginarios– ­por plácidos y reconfortantes paisajes. Estos plácidos paisajes y sonidos se ven con agrado y se oyen con alegría. Son Sus sustitutos para todos los aterradores panoramas y pavorosos sonidos que el propósito del ego le trajo a tu horrorizada conciencia. Ellos te alejan del pecado y te recuerdan que no es la realidad lo que te asusta, y que los errores que cometiste se pueden corregir.

Cuando hayas contemplado lo que parecía infundir terror y lo hayas visto transformarse en paisajes de paz y hermosura, cuando hayas presenciado escenas de violencia y de muerte y las hayas visto convertirse en serenos panoramas de jardines bajo cielos despejados, con aguas diáfanas, portadoras de vida, que corren felizmente por ellos en arroyuelos danzantes que nunca se secan, ¿qué necesidad habrá de persuadirte para que aceptes el don de la visión? Y una vez que la visión se haya alcanzado, ¿quién podría rehusar lo que necesariamente ha de venir des­pués? Piensa sólo en esto por un instante: puedes contemplar la santidad que Dios le dio a Su Hijo. Y nunca jamás tendrás que pensar que hay algo más que puedas ver.

UCDM1, cap. 20