Soledad

El ego se agita constantemente para no sentir su vacío, e intenta llenarlo con la presencia de los demás. “No estar solo”. Decimos bien, intenta, porque el ego no puede funcionar de otra manera que a partir de sus viejos sistemas de separación, utilizando a los demás para satisfacer sus demandas y falsas necesidades, para conseguir ser amado, para hacerse ver, para dominar, o para seducir, o para manipular; en una palabra, para no sentir su propio vacío. Por eso el ego busca la compañía de los demás, por eso huye de la soledad; pese a todo, sigue separado de los otros. Sus tentativas de relación son sólo aparentes y, al fin y a la postre, insatisfactorias. También ocurre a veces que el ego, para dejar de sentir, se cierra al contacto con el otro, se hace rígido, se aísla. Lo cual no es mucho mejor.

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A menudo se confunde soledad con aislamiento. El ego se mantiene siempre aislado, incluso a través de las interacciones humanas, porque el principio separador está siempre activo en él. Y eso hace sufrir mucho al ser humano, que busca desesperadamente la unidad.

La verdadera soledad es, en cambio, una experiencia muy distinta, experiencia que necesitamos para alimentar el alma. En general, cuando estamos en contacto con los demás, se reactivan –consciente o inconscientemente– nuestros viejos mecanismos de relación y tenemos que estar muy alerta para que “el caballo no se desboque”. En la soledad, detenemos de forma voluntaria las interacciones con los otros y podemos entrar más fácilmente en relación con nosotros mismos, algo que horroriza a la mente programada. Los viejos demonios emocionales, enmascarados por el contacto incesante con los demás, pueden así salir a la superficie. De lo contrario, seguirán dirigiendo nuestra vida y generando un sufrimiento cada vez mayor.

En los periodos de soledad, muy parecidos a los periodos de silencio, podemos detener el tiovivo emocional y descubrir los tesoros insospechados que tenemos en nuestro interior. Paradójicamente, nos permite entrar en contacto profundo y verdadero con todo lo que existe. En la paz del silencio y de la soledad, el alma puede al fin hablarnos, sanarnos, acompañarnos y abrirnos la puerta a la experiencia sublime de la unidad. Ya nunca más estaremos solos…

(…) En la soledad la rosa del alma florece; en la soledad puede hablar el yo divino; en la soledad las facultades y la gracia del yo superior pueden arraigarse y florecer en la personalidad. En la soledad puede también el Maestro acercarse e imprimir en el alma serena los conocimientos que Él trata de impartir, la lección que debe ser aprendida, el método y plan de trabajo que el discípulo deba captar. (Alice A. Bailey, Tratado de magia blanca, ed. Sirio, Málaga, 1997, pag. 105)

 

Annie marquier: El maestro del corazón, cap. 18-II

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