Todo poder es de Dios

Nada puede herirte a no ser que le confieras ese poder. Más confieres poder según las leyes de este mundo interpretan lo que es dar: al dar, pierdes. No obstante, no es a ti a quien corres­ponde conferir poder a nada. Todo poder es de Dios; Él lo otorga, y el Espíritu Santo, que sabe que al dar no puedes sino ganar, lo revive. Él no le confiere poder alguno al pecado, que, por consi­guiente, no tiene ninguno; tampoco le confiere poder a sus resul­tados tal como el mundo los ve: la enfermedad, la muerte, la aflicción y el dolor. Ninguna de estas cosas ha ocurrido porque el Espíritu Santo no las ve ni le otorga poder a su aparente fuente. Así es cómo te mantiene a salvo de ellas. Al no tener ninguna ilusión acerca de lo que eres, el Espíritu Santo sencillamente pone todo en Manos de Dios, Quien ya ha dado y recibido todo lo que es verdad. Lo que no es verdad Él ni lo ha recibido ni lo ha dado.

Todo poder es de Dios

El pecado no tiene cabida en el Cielo, donde sus resultados serían algo ajeno a éste y donde ni ellos ni su fuente podrían tener acceso. Y en esto reside tu necesidad de no ver pecado en tu hermano. El Cielo se encuentra en él. Si ves pecado en él, pierdes de vista el Cielo. Contémplalo tal como es, no obstante, y lo que es tuyo irradiará desde él hasta ti. Tu salvador te ofrece sólo amor, pero lo que recibes de él depende de ti. Él tiene el poder de pasar por alto todos tus errores, y en ello reside su propia salvación. Y lo mismo sucede con la tuya. La salvación es una lección en dar, tal como la interpreta el Espíritu Santo. La salvación es el re-despertar de las leyes de Dios en mentes que han promulgado otras leyes a las que han otorgado el poder de poner en vigor lo que Dios no creó.

Tus desquiciadas leyes fueron promulgadas para garantizar que cometieses errores y que éstos tuviesen poder sobre ti al aceptar sus consecuencias como tu justo merecido. ¿Qué puede ser esto sino una locura? ¿Y es esto acaso lo que quieres ver en aquel que te puede salvar de la demencia? Él está tan libre de ello como tú, y en la libertad que ves en él ves la tuya. Pues la libertad es algo que compartís. Lo que Dios ha dado obedece Sus leyes y sólo Sus leyes. Es imposible que aquellos que las obede­cen puedan sufrir las consecuencias de cualquier otra causa.

Los que eligen la libertad experimentarán únicamente sus resultados. Pues el poder del que gozan procede de Dios, y sólo le otorgarán ese poder a lo que Dios ha dado, a fin de compartirlo con ellos. Nada excepto esto puede afectarles, pues es lo único que ven, y comparten su poder con ello de acuerdo con la Volun­tad de Dios. Y de esta manera es como se establece y se mantiene vigente su libertad, la cual prevalece por encima de cualquier tentación de querer aprisionar a otros o de ser aprisionados. Debes preguntar qué es la libertad a aquellos que han aprendido lo que es. No le preguntes a un gorrión cómo se eleva el águila pues los alicortos no han aceptado para sí mismos el poder que pueden compartir contigo.

Los que son incapaces de pecar dan tal como han recibido. Ve en tu hermano, pues, el poder de la impecabilidad, y comparte con él el poder que le has concedido para que se libere del pecado. A todo el que camina por la tierra, en aparente soledad se le ha dado un salvador, cuya función especial aquí es liberarlo, para así liberarse él a sí mismo. En el mundo de la separación se le asigna esa función a cada uno por separado, aunque todos ellos son uno solo. Pero los que saben que todos ellos son uno solo no tienen necesidad de salvación. Y cada uno encuentra a su salvador cuando está listo para contemplar la faz de Cristo y ver que Éste está libre de pecado.

No pienses que per­donar a tu hermano os beneficia sólo a vosotros dos. Pues el nuevo mundo en su totalidad descansa en las manos de cada dos seres que entren allí a descansar. Y mientras descansan, la faz de Cristo refulge sobre ellos, y ellos recuerdan las leyes de Dios, olvidándose de todo lo demás y anhelando únicamente que Sus leyes se cumplan perfectamente en ellos y en todos sus herma­nos. ¿Crees que podrías descansar sin ellos una vez que esto se haya realizado? No podrías dejar ni a uno solo afuera tal como yo tampoco podría dejarte a ti afuera, y olvidarme así de una parte de mí mismo.

Tal vez te preguntes cómo vas a poder estar en paz si, mientras estés en el tiempo, aún queda tanto por hacer antes de que el camino que lleva a la paz esté libre y despejado. Quizá te parezca que esto es imposible. Pero pregúntate si es posible que Dios hubiese podido elaborar un plan para tu salvación que pudiese fracasar. Una vez que aceptes Su plan como la única función que quieres desempeñar, no habrá nada de lo que el Espíritu Santo no se haga cargo por ti sin ningún esfuerzo por tu parte. Él irá delante de ti despejando el camino, y no dejará escollos en los que puedas tropezar ni obstáculos que pudiesen obstruir tu paso. Se te dará todo lo que necesites. Toda aparente dificultad sim­plemente se desvanecerá antes de que llegues a ella. No tienes que preocuparte por nada, sino, más bien, desentenderte de todo, salvo del único propósito que quieres alcanzar. De la misma ma­nera en que éste te fue dado, asimismo su consecución se llevará a cabo por ti. La promesa de Dios se mantendrá firme contra todo obstáculo, pues descansa sobre la certeza, no sobre la con­tingencia. Descansa en ti. ¿Y qué puede haber que goce de más certeza que un Hijo de Dios?

UCDM 1, cap. 20-IV