Meditación

El vivir no está separado del aprender, y en esto hay una gran belleza. Porque, después de todo, el amor es eso. El amor es compasión, pasión, pasión por todo. Cuando hay amor no existe el observador, no hay dualidad, la dualidad del “tú” que me amas “a mí” y del “yo” que te amo “a ti”. Sólo hay amor, ya sea amor por uno solo o por mil; sólo existe el amor.
Cuando hay amor, usted no puede obrar mal, haga lo que haga. Pero nosotros tratamos de hacerlo todo sin amor –viajes a la luna, los maravillosos descubrimientos científicos– y, por lo tanto, todo sale mal. El amor sólo puede existir cuando no existe el observador. O sea, que cuando la mente no está dividida en sí misma como uno que observa y lo observado, sólo entonces existe esa cualidad del amor. Cuando usted tiene eso, eso es lo Supremo.

Luz para sí mismo

El hombre tiene que comenzar a descubrir de nuevo aquello que es eternamente sagrado, que nunca puede ser atrapado por el intérprete, el sacerdote, el gurú, o por los mercachifles de la meditación. Uno tiene que ser luz para sí mismo. Esa luz jamás puede sernos dada por otro, no puede dárnosla ningún filósofo o psicólogo, por mucho que lo respete la tradición.
La libertad consiste en permanecer solo, sin apegos ni temores, libre en la comprensión del deseo que engendra ilusiones. Existe una fuerza inmensa en el permanecer solo. Es el cerebro condicionado, programado, el que nunca está solo, porque está repleto de conocimientos. Lo que está programado, religiosa o tecnológicamente, es siempre limitado. Esta limitación es el factor principal de conflicto.
La belleza es peligrosa para un hombre de deseos.

¿Qué significa la relación?

Por pequeña que sea la parte del cerebro que está funcionando, para funcionar bien, eficientemente, tiene que sentirse segura, a salvo. Que esa certidumbre, esa seguridad, sea una ilusión o alguna invención del pensamiento (como lo son la fe y la creencia), carece realmente de importancia mientras esa parte limitada del cerebro se sienta asegurada, a salvo. En esta ilusión vivimos. Con la imagen, como lo son el nacionalismo y las imágenes que hay en todos los templos del mundo, vive el hombre y continúa con el conflicto, el placer, el dolor. Sólo cuando percibimos que ellas oscurecen e impiden nuestra verdadera y profunda relación con otro, o que están entre nosotros mismos y esa nube, ese árbol y aquellos niños, sólo entonces puede haber amor.

El amor no es pensamiento

El pensamiento sostiene y nutre la conciencia. El contenido de la conciencia es el movimiento del pensar, que jamás se detiene, los deseos, los conflictos, los temores, la persecución de placeres, la pena, la soledad, el dolor. El amor, la compasión con su incorruptible inteligencia, está más allá de esta conciencia limitada, la que no puede dividirse en superior o inferior, porque lo alto o lo bajo sigue siendo conciencia, siempre ruidosa, siempre parloteando. La conciencia es toda tiempo, medida, espacio, porque nace del pensamiento. El pensamiento no puede, en ninguna circunstancia, ser total; puede especular acerca de lo total y complacerse en su verbalización y en la experiencia que ésta le proporciona, pero el pensamiento no puede jamás percibir la belleza, la inmensidad de lo total.

Rutina y hábito

La totalidad de la conciencia es mecánica en el sentido de que es un movimiento, una actividad constante dentro de los límites del placer y el dolor. Para ir más allá de estos límites el hombre ha intentado muchas vías diferentes. Pero pronto de reduce todo a la monotonía del hábito y el placer; y si uno dispone de energía, se vuelve exteriormente muy activo. Ahora bien, todo el sentido de esto es ver, de hecho, no verbalmente, qué es lo que de verdad ocurre. Ver no verbalmente significa ver sin el observador, porque el observador es la esencia del hábito y la contradicción, que son memoria. De modo que el ver jamás es habitual, porque el ver no se acumula. Cuando vemos desde la acumulación, vemos a través de los hábitos. Por lo tanto, el ver es acción sin hábito.

Así que el acto de ver es la única cosa natural; ver la natural herencia animal en nosotros, que es violenta, agresiva y competitiva. Si uno puede comprender esta única cosa que es realmente de importancia primordial –el acto de ver–, entonces no hay acumulación como el “yo”, lo “mío”, entonces no hay formación de hábitos, con la rutina y el fastidio que todo ello implica. Por consiguiente si logramos, ver lo que es, podemos amar.

El deseo de dominar

El deseo de dominar, de imponerse y ser obedecido, parece muy íntimamente ligado al hombre. Uno observa esto en un niño pequeño y en lo que llamamos el hombre maduro, el deseo con todas sus sutilezas, sus fealdades y su crueldad. Los dictadores, los sacerdotes y el jefe de familia, ya sea hombre o mujer, todos parecen exigir esta obediencia. Asumen la autoridad que han usurpado o recibido de la tradición, o que les otorga la circunstancia de ser más viejos. Este patrón se repite en todas partes.
El intelecto es consciente de este temor pero no hace nada al respecto, y así construye una sociedad, una iglesia, donde este temor con sus múltiples escapes se alimenta y sostiene. El temor no puede ser vencido por el pensamiento porque es el pensamiento el que ha engendrado el temor. Sólo cuando el pensamiento se halla en silencio, hay posibilidad de que el temor llegue a su fin. El hombre competidor que tiene poder, obviamente carece de amor aunque pueda tener una familia e hijos a los que afirma amar.

Es éste, realmente, un mundo de gran dolor y, para amar, tiene uno que estar fuera de él. Estar fuera es estar solo, no comprometido con el mundo.

Jiddu Krishnamurti: Encuentro con la Vida