Certidumbre de claridad

Tras ellos caminaba el único ser viviente que compartiera su peregrinación: el perro. Y poco a poco llegaron al mar salobre. Luego, con almas bien disciplinadas llegaron a la región del norte y contemplaron, con corazones ansiosos de cielo, la imponente montaña Himavat… Lamida por el lago, en ella florecían los lirios, el cáñamo brotaba, las montañas resplandecían, las cascadas jugueteaban, la primavera era verde, blanca la nieve, azul el cielo, y los retoños de los frutos eran nubes: y él seguía sediento.

Después, la nieve dejó de resplandecer; las flores de los árboles frutales convirtiéronse en nubes de mosquitos; el Himalaya se ocultó tras el polvo y él sintió más sed que nunca. Luego soplaba el lago, soplaba la nieve, soplaban las cascadas, soplaban los capullos de los frutos, soplaban las estaciones, soplaban alejándose, y él mismo se alejaba arrastrado por una tormenta de capullos, a las montañas en donde ahora caía la lluvia. Pero esta lluvia que ahora caía en las montañas no mitigaba su sed. Ni tampoco, después de todo, se hallaba en las montañas. Se encontraba entre el ganado, en un arroyo. Descansaba, con algunas jacas que, a su lado, metían las patas en frescos pantanos. Yacía boca abajo bebiendo de un lago en que se reflejaban cordilleras de albeantes cumbres, nubes que se amontonaban a una altura de ocho kilómetros detrás de la imponente montaña Himavat, cáñamos de color púrpura y un villorrio acurrucado entre las moreras. Y sin embargo, su sed seguía sin apagarse. Acaso porque estaba bebiendo, no agua, sino ingravidez y promesa de ingravidez —¿cómo era posible que bebiera la promesa de ingravidez? Acaso porque bebía, no agua, sino certidumbre de claridad— ¿cómo era posible que bebiera certidumbre de claridad? ¡Certidumbre de claridad, promesa de ingravidez, de luz, luz, luz y otra vez de luz, luz luz!

Malcom Lowry: Bajo el volcán