Era uno de los últimos días de la estación más fría en los bosques del norte. Una  niebla gris plata cubría todo el sotobosque, mientras que en las colinas más altas sus picachos parecían cortados por la bruma.

Solo se oía el silencio.

Hacía pocos minutos que había amanecido pero apenas se notaba cierta claridad. Aún no se oían las llamadas de las aves. Seguramente esperaban atentas que algo invisible les avisara para llenar el aire de sonidos.

Allá arriba, en el cielo, una fina hebra de luz dorada se abría paso entre las nubes que la rodeaban, y estas, muy tenuemente empezaron a clarear. Al ver al pequeño rayito de sol se apartaron lentamente dejando que este, cual si fuera un gran rey, las atravesara. Poco a poco se fueron incorporando algunos rayos más y así fue como el bosque cambió del color brumoso y apenas visible, a regalar a todas las criaturas que allí vivían, cientos de tonalidades: desde los ocres más oscuros de los lejanos páramos, pasando por los siena tostados de los troncos de los árboles más cercanos y el azul cobalto que se colaba entre sus espesas copas, a los verdes azulados de los helechos que se cobijan a sus pies.

El suelo se descarnaba de las últimas nieves, dejando al descubierto un manto de hojas a medio descomponer pero que aún ofrecían cambiantes colores.

Cada nuevo día el invierno se iba alejando de aquellas tierras. Cada nuevo día las nieves bajaban alegres y estrepitosas, transformadas en cientos de riachuelos que  finalmente se abrazaban, dando forma al lecho grande del arroyo que cruzaba el bosque.

Y así fue que sin saber cómo llegó la primavera. Los pájaros se dieron cuenta de que amanecía mucho antes y tenían que estar muy atentos porque no querían perderse el encuentro del sol con el rocío. Les encantaba ver los colores que se formaban. Iban a mirarse en las gotas que serpenteaban por las hojas antes de caer al suelo y también aprovechaban para beber.

Como cada primavera, la tierra despertaba a los pequeños animalitos que dormían durante el invierno: ranas, topillos, tejones, marmotas, mofetas y muchos más, pero además de los animales la tierra protege encerrando en su interior a las semillas de plantas y de árboles que cayeron al suelo y se quedaron durmiendo desde el otoño. Para todos estos menesteres, que son muchos, la tierra tenía una ayudanta a su servicio que se llamaba  Doña Despertares, una hurona muy hurona y trabajadora.

-¡Vamos durmientes despertad, pequeñas semillas espabilad, ya es la hora de ver la luz para crecer, florecer y dar frutos!

Para despertarlos a todos sacaba del bolsillo de su delantal un enorme despertador. Era el terror de todos pues tenía un sonido tan  estruendoso  que era imposible que nadie espabilara.

Había semillas muy diligentes y ansiosas, lo mismo que muchos animales que abrieron sus ojos ilusionados por salir de este entorno que los albergaba tan calentitos y protegidos. Ignoraban el motivo que les impulsaba  interiormente  a querer descubrir lo que había más allá de este mundo que les sirvió de lecho y protección.

Los más inquietos se lanzaban a toda prisa sin tener ningún cuidado con los más dormilones que aún se desperezaban soñolientos.

-¡Uy cuidado!- Se quejaban.

– Perdón, perdón- se disculpaban a toda prisa.

-Señora mofeta no olvide a ninguno de sus pequeños- le advertía doña Despertares. Aún recordaba como la primavera pasada tuvo que ir en su busca cargada de 7 mofetitas mocosillas y lloronas que había olvidado su madre en su madriguera.

La tierra no paraba de agitarse con tanto movimiento pero como aún estaba húmeda por las últimas lluvias le fue fácil abrirse, pariendo como si de una madre se tratara, para que cada animal o semilla desarrollara sus raíces y de esta forma poder salir a la luz del hermoso día primaveral.

Así fue como doña Despertares creyó que su trabajo había terminado en esta temporada cuando percibió un leve movimiento debajo de una seca hoja de abedul.  Era una semilla pequeñita. Apenas la reconocía.

-¿Quién eres? No recuerdo haberte visto antes.

-Hola. Pues no sé muy bien que hago por aquí. Cuando me dormí estaba en un hermoso jardín junto con mis hermanas. Éramos muchas y de diferentes colores. Aquí solo veo grandes árboles, helechos y muchos animales desconocidos.

-Seguramente te perdiste pequeña, o el aire que sopló fuertemente a finales del otoño te arrastró hasta aquí.

La pequeña semilla tembló un poco pues no sabía qué hacer. Miró alrededor buscando un poco de sol. Tenía frío y necesitaba cobijarse bajo de la tierra. Como pudo se dejó llevar por el poco viento que hacía escondiéndose entre un montoncito de hierbas y tierra que encontró. Se durmió enseguida. Doña despertares observó todo el movimiento y sonriendo se alejó dando pequeños y alegres saltos.

Entre pequeñas lluvias y cada vez más cálidos rayos de sol, la pequeña semilla se transformó bajo la fina capa de tierra. Un día, ya entrada la primavera, despertó porque notó calor. Se miró y observó que había crecido mucho, ahora tenía un tallo largo y unos cuantos brazos ¡eran sus pequeñas ramas!

Los animales que pasaban por allí se quedaban mirando aquella planta tan rara. Nunca habían visto nada parecido en el bosque. Su mayor sorpresa fue cuando de sus ramas aparecieron unas flores muy raras, jamás vistas.

La plantita se sentía a gusto aunque echaba de menos  a su amigo el sol. A su alrededor la rodeaban  grandes árboles que con sus sombra no permitían la entrada de esa cálida luz. Las flores crecían pequeñas y un poco tristes. Un día le dijeron a su madre, la planta: somos rosas y necesitamos ver a nuestro Padre el Sol, por favor, haz algo sino moriremos.

El rosal, pues así se llamaba la planta, comprendió el problema tan grande que tenía y supo el por qué nunca reconoció aquel bosque. Él no era de allí. ¡Había nacido en un gran jardín! Alguien o algo lo trajo no sabía cómo. Sólo sabía que necesitaba salir de la sombra para crecer sano y fuerte y que sus rosas rojas fueran hermosas.

Empezó a pedir ayuda a todo el que pasaba por allí:

-¿Por favor podría acercarme el sol?

– Imposible respondía el cervatillo. Está muy lejos y además me quemaría.

-Y usted, doña ardilla ¿puede probar a lanzar una bellota al sol y lo mueve de lugar para que sus rayos lleguen hasta mis rosas?

-Ja ja ja ¡qué inocente eres! Mis bellotas las necesito para comer  mis hijos y yo, jamás las malgastaría para ese menester.

En otro momento le suplicaba a los abetos que le rodeaba:

-¡Por favor, os lo suplico, necesito un poquito de sol y vuestras copas se lo llevan todo! ¿Podríais apartaros para que su luz llegue hasta mis rosas?

-Nuestro tronco es muy duro y está fuertemente anclado en la tierra. Es imposible que nos meneemos.

Y así pasó la primavera, y el verano y el rosal no paraba de quejarse y llorar. Tanta era su congoja que no se daba cuenta de lo mucho que era contemplado por todos los animalitos del bosque. Miríadas de abejas acudían a libar sus capullos en flor atraídas por su aroma tan fragante, y así fabricaron la miel y el polen más dulce del bosque. Con los pétalos que caían, las hadas y elfos  se hicieron los más bellos trajes de infinitos tonos de rojo, carmesí y escarlata. El perfume que desprendía enamoraba a los gorriones, jilgueros y estorninos, haciendo que sus cantos fueran en esa estación los más sublimes, tanto que fueron recordados por generaciones futuras.

Pero hubo alguien que sí se compadeció del triste rosal, era un gran roble que estaba muy cerca. Todos los días sentía caer de cada pétalo de la flor, las hermosas gotas del rocío parecidas a cálidas lágrimas, y un día se apiadó de él. Bajó una de sus ramas hasta rozar una roja rosa y le dijo:

-Mira, yo soy muy alto y si vuestras ramas trepan hasta mi copa podéis ver el sol y sentir su calor.

El rosal no cabía en sí de felicidad y dicha. Dio las gracias al roble y a partir de aquel día se abrazaba trepando por el tronco, haciendo que sus ramas lo rodearan, hasta que un gran día pudo llegar a la copa del árbol. Entonces sus capullos se abrieron regalándole al sol su color y su aroma. Eso ocurrió en un venturoso día de verano.

Doña despertares que pasaba por allí acompañada de sus pequeños, no dio crédito a sus ojos cuando contempló la transformación del rosal pues el roble se hallaba cubierto de un hermoso tapiz de rosas rojas.

-Nunca imaginé que podrías llegar tan alto pequeño rosal. Tu fuerte anhelo ha logrado lo que tanto amabas, ¡llegar a ver el sol! Te felicito. Adiós, adiós.

Llegó el otoño y después el frío invierno y el rosal perdió sus hojas y las primeras nieves lo cubrieron de blanco, pero nada pudo impedir que dejara para la siguiente primavera un hermoso regalo, pues oculto dentro de cada rosa marchita se encontraba un pequeño escaramujo lleno de cientos de semillas que transformaría el bosque en la siguiente primavera.

Así fue como sin saberlo, aquel solitario rosal iluminó con su olor y su color el sombrío bosque llenándolo de vida y alegría.

Encarna Penalba