DEJAR ATRÁS
“Aquel que se ata a una alegría, la vida alada destruye.
Aquel que besa la alegría según vuela, vive en la aurora de la eternidad.”
William Blake
La misma vida nos muestra su imagen en la simbología de caminar. Cada instante, cada situación o acto es como un paso que damos en un imaginario camino en el que siempre andamos dando la cara al futuro y la espalda al pasado. El propio movimiento nos hace percibir la ilusión del tiempo que se desliza ante nosotros como una ligera brisa imperturbable, totalmente ajena a lo que creemos ser o sentir.
Venimos a este mundo con la señal del olvido en nuestro ADN, pero una señal vista como símbolo sirve para advertirnos que en las profundidades de ese olvido se encuentra la revelación de nuestra autenticidad en la eternidad, es decir, que más allá de lo que consensuamos como tiempo, en cada ser humano vive la verdad de su existencia.
Pero vivimos obviando esta señal, de manera que la vida se muestra como un gran carrusel de feria en donde vamos montados sobre él dando siempre las mismas vueltas, imaginando que lo que vemos es cada vez distinto. La vida se convierte entonces en un querer atrapar y retener todo lo que nos gusta y desechar, repeler y olvidar lo contrario, hasta que aprendemos que aquí nada es duradero y que tanto lo que nos gusta como lo que no, acabará diluyéndose en la nada.
El aprendizaje de la impermanencia en la vida es un hueso duro de roer y difícil y doloroso de aceptar. Aquí todo nace para después desaparecer. Aferrarse a las personas, situaciones o cosas nos esclaviza sumiéndonos en el sufrimiento más alienante que podemos soportar. Nos revelamos ante la pérdida, la enfermedad, o cualquier injusticia que no amarga la vida. Luchamos denodadamente por conservar lo que no tiene vida propia, y por ello es irreal. Pero nos aferramos a ello, y no nos damos cuenta que tarde o temprano todo desaparece. Actuamos de esta manera por miedo y así creamos los ídolos como sustitutos de la verdad. Buscamos el apoyo en ellos, llámense gurús, religión, ideas, creencias, modas, deporte, etc. todo autoimpuesto desde el exterior. La creencia en los ídolos que ha creado el mundo, mata la esencia genuina que se encuentra en nuestro interior.
Pero los ídolos al fin caen, sus pies son de barro y la desilusión de su destrucción nos lleva al desencanto. Uno a uno se convierten el polvo y el dolor que sentimos al principio en nuestro corazón se va convirtiendo, gracias al desengaño, en desapego. La visión se aclara y el corazón se ilumina. Todo este proceso, que puede durar muchas vidas, no sirve sino para destruir la ilusión de la permanencia de este mundo.
Descubrí que todo aquello que buscaba como ayuda para encontrar la verdad y el anhelo del ser, pronto desaparecía de mi vida. Nada cuajaba mucho tiempo; dejándome en una situación de inestabilidad e incomprensión. Con el tiempo, esto se desenmascaró y vi que precisamente, la desaparición de aquello que buscaba eran los ídolos que anteponía, en mi ignorancia, por encima de lo que hay dentro de mí, dentro de cada ser humano. Era como si detrás de cada decepción me acercaba más al centro de mí misma, al interior de mi ser donde está la Verdad y la esencia de la consciencia.
Esto no se dio de repente, es algo a descubrir cada día y en cada uno. Nacemos para recordar que “Cristo en mí es esperanza de gloria”, como decía Pablo y así es, pues cada nuevo paso hacia el interior va desbrozando y dejando atrás el camino de falsas esperanzas que se desmoronan por su irrealidad. Pero no puedo obviar que sin esas experiencias y falsos ídolos difícilmente encontramos la salida del laberinto.
Entonces me permití descubrir que la Vida se encuentra en todo lugar. Cualquier cosa donde posamos los ojos está impregnada de esa Presencia que lo anima y vivifica todo y que la apariencia externa es un ropaje simplemente. Este desaparece, pero la esencia que lo anima es eterna e imperecedera.
El yo se funde en cada átomo, en el aire, en los árboles, en las aguas…en la Vida.
Encarna Penalba