El problema del vivir

MALIBÚ, CALIFORNIA, 3 DE MARZO DE 1970

Las montañas estaban plenas de soledad. Había estado lloviendo de vez en cuando y las montañas, que con la luz eran verdes, se habían vuelto casi azules y en su plenitud hacían que los cielos se vieran ricos y hermosos. Reinaba un gran silencio, que era casi como el sonido de las rompientes cuando uno paseaba por la playa sobre la arena húmeda. Cerca del océano no había silencio excepto en el propio corazón, pero entre las montañas, en ese sendero sinuoso, el silencio estaba en todas partes. No podía oírse allí el ruido de la ciudad, el rugir del tráfico y el tronar de las olas.

Siempre nos sentimos perplejos con respecto a la acción, y ésta se vuelve más y más desconcertante cuando uno ve la complejidad de la vida. Hay muchísimas cosas que hacer y algunas requieren acción inmediata. El mundo que nos rodea está cambiando rápidamente —sus valores, su moralidad, sus guerras y su paz. Nos sentimos completamente perdidos frente a la necesidad de una acción inmediata. Sin embargo, siempre nos preguntamos qué deberíamos hacer al enfrentarnos con el enorme problema del vivir. Hemos perdido la fe en muchas cosas: en los líderes, en los maestros, en las creencias. Y a menudo deseamos que haya algún principio claro que ilumine el camino o una autoridad que nos diga lo que debemos hacer. Pero en lo profundo del corazón sabemos que ello sería algo pasado y muerto. Y volvemos, invariablemente, a preguntarnos de qué se trata todo eso y qué es lo que debemos hacer.

El problema del vivir

Como puede uno observar, siempre hemos actuado desde un centro, un centro que se contrae y se expande. A veces es un círculo muy pequeño y otras es amplio, exclusivo y totalmente satisfactorio. Pero siempre es un centro de aflicción y dolor, de alegrías fugaces y desdicha —el pasado fascinante o penoso. Es un centro que la mayoría de nosotros conoce consciente o inconscientemente, y en este centro tenemos nuestras raíces y desde él actuamos. La pregunta acerca de qué debemos hacer, ahora o mañana, se formula siempre desde el centro y la respuesta debe ser siempre reconocible por el centro. Habiendo recibido la respuesta, ya sea de otro o de nosotros mismos, procedemos a actuar conforme a la limitación del centro. Es como un animal atado a un poste: su acción depende del largo de la cuerda. Esta acción nunca es libre y, por tanto, siempre hay daño, confusión y dolor.

Al percatarse de esto, el centro se pregunta: ¿Cómo he de estar libre, libre para vivir de manera feliz, plena, sin limitaciones, y para actuar sin dolor ni remordimientos? Pero ése sigue siendo el centro formulando la pregunta. El centro es el pasado. El centro es el “yo” con sus actividades egoístas, el cual sólo conoce la acción en términos de recompensa y castigo, de logro o fracaso, y en términos de sus propias motivaciones, causas y efectos. Está preso en esa cadena y la cadena es el centro y la prisión.

Hay otra acción que llega cuando existe un espacio sin centro, una dimensión en la que no hay causa y efecto. Desde ella, el vivir es acción. Aquí, al no haber un centro, cualquier cosa que se haga es libre, gozosa, sin dolor ni placer. Este espacio y esta libertad no son el resultado del esfuerzo y el logro, pero cuando el centro se termina, existe lo otro.

Entonces preguntaremos: ¿Cómo puede el centro terminar, qué he de hacer para acabar con él, qué disciplinas, qué sacrificios, qué grandes esfuerzos he de realizar? Ninguno. Sólo ver sin opción alguna las actividades del centro, no como un observador, no como alguien que desde afuera mira lo interno, sino sólo observar sin el censor. Entonces puede que uno diga: no puedo hacerlo, estoy mirando con los ojos del pasado. Démonos cuenta, pues, de que miramos con los ojos del pasado y permanezcamos con ello. No tratemos de hacer nada al respecto; seamos sencillos y sepamos que, cualquier cosa que intentemos hacer, solamente fortalecerá el centro y será una respuesta de nuestro propio deseo de escapar.

De este modo no hay escape ni esfuerzo ni desesperación. Entonces puede uno ver la plena significación del centro y el inmenso peligro que representa. Y eso es suficiente.

Del Boletín 6 (KF), 1970  Jiddu Krishnamurti