El templo del Espíritu Santo

El significado del Hijo de Dios reside exclusivamente en la rela­ción que tiene con su Creador. Si residiese en cualquier otra cosa estaría basado en lo contingente, pero no hay nada más. Y este hecho es totalmente amoroso y eterno. El Hijo de Dios, no obs­tante, ha inventado una relación no santa entre él y su Padre. Su verdadera relación es una de perfecta unión e ininterrumpida continuidad. La relación que él inventó es parcial, egoísta, fragmentada y llena de temor. La que su Padre creó se abarca y se extiende totalmente a sí misma. La que él inventó es totalmente auto-destructiva y se limita a sí misma.

El templo del Espíritu Santo

Nada puede mostrar mejor este contraste que la experiencia de ambas clases de relación, la santa y la no santa. La primera se basa en el amor, y descansa sobre él serena e imperturbada. El cuerpo no se inmiscuye en ella en absoluto. Ninguna relación de la que el cuerpo forma parte está basada en el amor, sino en la idolatría. El amor desea ser conocido, y completamente compren­dido y compartido. No guarda secretos ni hay nada que desee mantener aparte y oculto. Camina en la luz, sereno y con los ojos abiertos, y acoge todo con una sonrisa en sus labios y con una sinceridad tan pura y tan obvia que no podría interpretarse erró­neamente.

Más los ídolos no comparten. Aceptan, pero lo que aceptan no es correspondido. Se les puede amar, pero ellos no pueden amar. No entienden lo que se les ofrece, y cualquier relación en la que entran a formar deja de tener significado. El amor que se les tiene ha hecho que el amor no tenga significado. Viven en secreto, detestando la luz del sol, felices, no obstante, en la penumbra del cuerpo, donde pueden ocultarse y mantener sus secretos ocultos junto con ellos mismos. Y no tienen relaciones, pues allí no se le da la bienvenida a nadie. No le sonríen a nadie, ni ven a los que les sonríen a ellos.

El amor no tiene templos sombríos donde mantener misterios en la oscuridad, ocultos de la luz del sol. No va en busca de poder, sino de relaciones. El cuerpo es el arma predilecta del ego para obtener poder mediante las relaciones que entabla. Y sus relaciones sólo pueden ser profanas, pues lo que verdaderamente son, él ni siquiera lo ve. Las desea exclusivamente como ofren­das con las que sus ídolos medran. Todo lo demás simplemente lo desecha, pues lo que ello podría ofrecerle él no le otorga ningún valor. Al estar desamparado, el ego trata de acumular tantos cuerpos como pueda para que sirvan de altares para sus ídolos y así convertirlos en templos consagrados a sí mismo.

El templo del Espíritu Santo no es un cuerpo, sino una relación. El cuerpo es una aislada mota de oscuridad; una alcoba secreta y oculta; una diminuta mancha de misterio que no tiene sentido, un recinto celosamente protegido, pero que aun así no oculta nada. Aquí es donde la relación no santa se escapa de la realidad, y donde va en busca de migajas para sobrevivir. Ahí quiere arrastrar a sus hermanos, a fin de mantenerlos atrapados en la idolatría. Ahí se siente a salvo, pues el amor no puede entrar. El Espíritu Santo no edifica Sus templos allí donde el amor jamás podría estar. ¿Escogería Aquel que ve la faz de­ Cristo como Su hogar el único lugar en el universo donde ésta no se puede ver?

Las relaciones no admiten grados. O son o no son. Una rela­ción no santa no es una relación. Es un estado de aislamiento que aparenta ser lo que no es. Eso es todo. En el instante en que la idea descabellada de hacer que tu relación con Dios fuese pro­fana pareció posible, todas tus relaciones dejaron de tener signifi­cado. En ese instante profano nació el tiempo, y se concibieron los cuerpos para albergar esa idea descabellada y conferirle la ilusión de realidad. Y así, pareció tener un hogar que duraba por un cierto período de tiempo, para luego desaparecer del todo. Pues ¿qué otra cosa sino un fugaz instante podría dar albergue a esa loca idea que se opone a la realidad?

El cuerpo es el ídolo del ego, la creencia en el pecado hecha carne y luego proyectada afuera. Esto produce lo que parece ser una muralla de carne alrededor de la mente, que la mantiene prisionera en un diminuto confín de espacio y tiempo hasta que llegue la muerte, y disponiendo de un solo instante en el que suspirar, sufrir y morir en honor de su amo. Y este instante no santo es lo que parece ser la vida: un instante de desesperación, un pequeño islote de arena seca, desprovisto de agua y sepultado en el olvido. Aquí se detiene brevemente el Hijo de Dios para hacer su ofrenda a los ídolos de la muerte y luego fallecer. Sin embargo, aquí está más muerto que vivo. No obstante, es aquí también donde vuelve a elegir entre la idolatría y el amor. Aquí se le da a escoger entre pasar dicho instante rindiéndole culto al cuerpo, o permitir que se le libere de él. Aquí puede aceptar el instante santo que se le ofrece como sustituto del instante no santo que antes había elegido. Y aquí puede finalmente darse cuenta de que las relaciones son su salvación y no su ruina.

Tú que estás aprendiendo esto puede que aún tengas miedo, pero no estás inmovilizado. El instante santo tiene ahora para ti mucho más valor que su aparente contrapartida, y te has dado cuenta de que realmente sólo deseas uno de ellos. Este no es un período de tristeza. Tal vez de confusión, pero no de desaliento. Tienes una verdadera relación, la cual tiene significado. Es tan similar a tu verdadera relación con Dios, como lo son entre sí todas las cosas que gozan de igualdad. La idolatría pertenece al pasado y no tiene significado. Quizá aún le tienes un poco de miedo a tu hermano; quizá te acompaña todavía una sombra del temor a Dios. Mas ¿qué importancia tiene eso para aquellos a quienes se les ha concedido tener una verdadera relación que transciende el cuerpo? ¿Y se les podría privar por mucho más tiempo de contemplar la faz de Cristo? ¿Y podrían ellos seguir privándose a sí mismos por mucho más tiempo del recuerdo de la relación que tienen con su Padre y mantener la memoria de Su Amor fuera de su conciencia?

UCDM 1; cap. 20-VI