Elegir nuestros pensamientos

En general, el inconsciente está abarrotado de numerosas formas-pensamiento que limitan o envenenan sistemáticamente nuestra vida. Lo que pretendemos ahora es ser cada vez más conscientes, con el fin de poder elegir nuestros pensamientos y su contexto, en lugar de seguir alimentando de forma inconsciente y automática los mismos sistemas de pensamiento de nuestros antepasados y perpetuar el mundo que hemos conocido hasta ahora. La dinámica mental automática resultante de las tres P puede reconocerse con facilidad; basta que uno se observe con sinceridad a sí mismo. La dinámica del miedo y la del placer implican muchos aspectos emocionales, mientras que la del poder está ligada sobre todo a la mente.

Hay algunas dinámicas, fácilmente reconocibles, que originan separación en mayor medida que otras. Nos referimos al hecho de criticar, querer tener siempre razón, juzgar a los demás, desear controlar y dominar al otro, manipular con fines egoístas, etc. La crítica, fácil de detectar, tiene un efecto especialmente nefasto; proviene de la incapacidad de percibir las cosas desde una óptica global de síntesis. Algunas personas que se consideran muy avanzadas en el camino espiritual caen sin embargo en esa trampa. Por convenientes y adecuadas que sean nuestras palabras, en cuanto hay crítica, hay separación, y el Maestro se retira. Observar nuestro comportamiento y los pensamientos que subyacen en él nos permite trabajar sobre nosotros mismos en el quehacer cotidiano.

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Comprender las cinco grandes estructuras del inconsciente –que han sido descritas en La libertad de ser con numerosos ejemplos de la vida real– puede resultar muy útil para explicar determinados tipos de funcionamiento –maneras de ser, de pensar y de reaccionar– que, aunque nos resulten familiares, no por ello son menos lamentables. Cada persona puede reconocer con facilidad sus propias estructuras y emprender, si lo desea, un trabajo concreto de transformación.

El ego siempre está ansioso por definirse una personalidad “perfecta” según sus propios criterios o los criterios de los demás. Para contrarrestar esa fuente de inquietud, podemos iluminar nuestra forma de pensar y adoptar de modo consciente otra actitud frente a la etapa en que nos encontramos en nuestro proceso evolutivo. Tomemos un ejemplo concreto. Cuando queremos hacer una tarta, empezamos por preparar la masa. La tarta en forma de masa no es bonita ni comestible; sin embargo, es perfecta en ese estadio, pues es la masa que necesitamos para hacer la tarta. Cuando la metemos en el horno, está un poco más presentable, pero aún no es comestible; pero es perfecta tal como está en esa etapa. Cuando está medio cocida, resulta más apetitosa, pero aún no es comestible; sin embargo, una vez más, es perfecta en ese estadio. Y cuando esté cocida del todo, también será perfecta. Pero habrá sido perfecta en cada una de las etapas en las que ha estado a lo largo de la preparación, pues todas habrán sido necesarias para que se convirtiera finalmente en una tarta deliciosa.

Lo mismo ocurre con el ser humano: es exactamente como debe ser a lo largo de todo su proceso evolutivo. Si todavía es poco “apetitoso” no es porque no sea perfecto, sino porque todavía no “está cocido” del todo, simplemente, es decir aún no ha sido totalmente iluminado…

Démosle el tiempo de “cocerse”. No permitamos que el ego sabotee el amor que nos debemos a nosotros mismos ni la confianza en nuestras propias fuerzas exigiendo una perfección nada realista. Amémonos de verdad tal como somos, sea cual sea la fase del proceso evolutivo en que nos encontremos, sabiendo que avanzamos hacia una luz cada vez mayor y que la fase en la que estamos es perfecta para permitirnos alcanzar la luz cuando llegue el momento. Pero no habrá que dejar que se apague el fuego, por supuesto, de lo contrario nunca se cocerá la tarta. Se trata del fuego del Corazón…

Se menciona a menudo que hay que “amarse a sí mismo”. Pero hay que entender bien lo que eso significa, que no es mirarse el ombligo, complacerse en las debilidades o volcarse en el egocentrismo. Hay que amarse a sí mismo como el pintor ama el cuadro en el que trabaja o el escultor la estatua que modela y remodela sin cesar. El pintor no juzga su obra, ni el escultor tampoco; la ama tal como es en la etapa en que se encuentre, y ese amor es lo que hace que la obra terminada exprese toda su belleza.

Annie Marquier: El Maestro del corazón, cap. 17