Fe

¿Por qué te resulta tan extraño que la fe pueda mover monta­ñas? En realidad, ésa es una hazaña insignificante para seme­jante poder. Pues la fe puede mantener al Hijo de Dios encadenado mientras él crea que lo está. Más cuando se libre de las cadenas será simplemente porque habrá dejado de creer en ellas, al retirar su fe de la idea de que lo podían aprisionar, y depositarla en cambio en su libertad. Es imposible tener fe en dos orientaciones opuestas. La fe que depositas en el pecado se la quitas a la santidad. Y lo que le ofreces a la santidad se lo has quitado al pecado.

Fe

La fe, la creencia y la visión son los medios por los que se alcanza el objetivo de la santidad. A través de ellos el Espíritu Santo te conduce al mundo real, alejándote de todas las ilusiones en las que habías depositado tu fe. Ése es su rumbo, el único que Él jamás ve. Y cuando te desvías, Él te recuerda que no hay nin­gún otro. Su fe, Su creencia y Su visión son para ti. Y cuando las hayas aceptado completamente en lugar de las tuyas, ya no ten­drás necesidad de ellas. Pues la fe, la creencia y la visión únicamente tienen sentido antes de que se alcanza la certeza. En el Cielo son desconocidas. El Cielo, no obstante, se alcanza a través de ellas.

No es posible que al Hijo de Dios le falte fe, pero sí puede elegir dónde desea depositarla. La falta de fe no es realmente falta de fe, sino fe que se ha depositado en lo que no es nada. La fe que se deposita en las ilusiones no carece de poder, pues debido a ello el Hijo de Dios cree ser impotente. De ese modo, no se es fiel a sí mismo, pero sí tiene gran fe en las ilusiones que abriga acerca de sí mismo. Pues tú inventaste la fe, la percepción y la creencia a fin de perder la certeza y encontrar el pecado. Este rumbo demente fue tu propia elección, y al depositar tu fe en lo que habías elegido, fabricaste lo que deseabas.

La fe y la creencia se unen a la visión, ya que todos los medios que una vez sirvieron para los fines del pecado se canalizan ahora hacia la santidad. Pues a lo que tú llamas pecado, no es más que una limitación, y odias a todo aquel que tratas de redu­cir a un cuerpo porque le temes. Al negarte a perdonarlo, lo con­denas al cuerpo porque tienes en gran estima los medios del pecado. Y así, depositas toda tu fe y creencia en el cuerpo. Pero la santidad quiere liberar a tu hermano, y eliminar el odio elimi­nando el miedo, no en el nivel de los síntomas, sino de raíz.

Une tu conciencia a lo que ya está unido. La fe que depo­sitas en tu hermano puede lograrlo, pues Aquel que ama el mundo lo está viendo por ti, sin ninguna mancha de pecado sobre él y envuelto en una inocencia tal que contemplarlo es contemplar la belleza del Cielo.

Tu fe en el sacrificio ha hecho que éste tenga gran poder ante tus ojos, salvo que no te das cuenta de que no puedes ver debido a él. Pues sólo se le puede exigir sacrificio al cuerpo, y sólo otro cuerpo podría exigirlo. La mente, de por sí, no podría ni exigirlo ni recibirlo. El cuerpo tampoco. La intención está en la mente, que trata de valerse del cuerpo para poner en práctica los medios del pecado en los que ella cree. Y así, los que valoran el pecado no pueden sino creer que la mente y el cuerpo están unidos. Y de este modo, el sacrificio es, invariablemente, un medio para impo­ner límites, y, por consiguiente, para odiar.

¿Crees acaso que al Espíritu Santo le preocupa eso? Él no te da aquello de lo que, de acuerdo con Su propósito, te quiere apartar. Tú crees que Él te quiere privar de algo por tu propio bien. Pero los términos «bien» y «privación» son opuestos, y no pueden reconciliarse de ninguna forma que tenga significado. Es como decir que la luna y el sol son una misma cosa porque vienen de noche y de día respectivamente, y que, por lo tanto, no pueden sino formar una unidad. Más ver uno de ellos significa que el otro ya no se puede ver. Tampoco es posible que lo que irradia luz sea lo mismo que lo que depende de la oscuridad para poder ser visto. Ninguno de ellos exige el sacrificio del otro. Cada uno de ellos, no obstante, depende de la ausencia del otro.

El cuerpo se concibió para que sirviese de sacrificio al pecado, y así es como aún se le considera en las tinieblas. A la luz de la visión, no obstante, se le considera de manera muy distinta. Pue­des confiar en que servirá fielmente al propósito del Espíritu Santo, y puedes conferirle poder para que se vuelva un instru­mento de ayuda a fin de que los ciegos puedan ver. Más cuando ellos vean, mirarán más allá de él, al igual que tú. A la fe y a la creencia que depositaste en el cuerpo les corresponde estar más allá de él. Transferiste tu percepción, tu creencia y tu fe de la mente al cuerpo. Deja que éstas les sean devueltas ahora a aque­llo que las produjo y que todavía puede valerse de ellas para salvarse de lo que inventó.

UCDM1, cap. 21-III