Juzgar a los demás

Juzgar a otras personas es una fuerte alteración del equilibrio, y despreciar a los demás es peor aún. En el plano energético no existen personas buenas o malas. Existen únicamente los que obedecen las leyes de la naturaleza y los que provocan desorden en el «statu quo» establecido. Y estos últimos, al fin y al cabo, siempre se someten a la influencia de las fuerzas que tratan de recuperar el equilibrio perdido.

Es cierto que a menudo ocurren situaciones en las que uno merece una reprobación. Pero, ¿justamente de ti? No es una pregunta ociosa. Si alguien te ha perjudicado personalmente a ti, ante todo, ha turbado el equilibrio; en este caso tú no estás originando un potencial insano, sino que eres un instrumento de las fuerzas que intentan recuperar el equilibrio. Así que el perturbador de la paz llevará su merecido si le dices todo lo que piensas de él o, más aún, emprendes cierta acción dentro de lo razonable. Pero si el objeto de tu vituperación no te ha hecho nada malo a ti en concreto, no eres quien para culparle.

Juzgar a los demás

Abordemos prácticamente esa cuestión. Reconoce que es totalmente absurdo odiar al lobo que devora una ovejita si lo estás viendo por la tele. El sentido de la justicia nos empuja constantemente a juzgar a los demás. Sin embargo, eso rápidamente se convierte en costumbre, y con el trascurso de los años muchos se trasforman en acusadores profesionales. Aunque en la mayoría de los casos, al juzgar a alguien, no tenemos ni la menor idea de qué le indujo a actuar así. ¿Puede que en su lugar lo habríamos hecho aún peor?

Así, al juzgar a los demás creas potencial excesivo alrededor de tu propia persona. Cómo no, si cuanto peor sea el acusado, tanto mejor deberás ser tú. Y ya que le han aparecido cuernos y pezuñas, tú tendrás que ser un ángel. Pero como a ti no te crecen las alas, entran en acción fuerzas que intentan restablecer el equilibrio. Sus métodos serán diferentes en cada situación en concreto, pero el resultado, en esencia, siempre será el mismo: te llevarás un papirote. Según la fuerza y la forma con que juzgues, éste puede ser o bien insignificante, o bien tan fuerte que aparecerás en una de las peores líneas de la vida.

Puedes hacer por ti mismo una larga lista de maneras de juzgar y sus consecuencias, pero para que lo tengas más claro, te pongo algunos ejemplos.

Nunca desprecies a nadie, cualesquiera sean las causas. Es uno de los modos de juzgar más perjudicial, ya que como resultado de la actuación de fuerzas equilibrantes puedes encontrarte en el lugar de la persona despreciada. Para las fuerzas es un método más corto y sencillo de restablecer la armonía perdida. ¿Desprecias a los mendigos y a los sintecho? Puedes perder tu casa y tu dinero, y ya está: el equilibrio recuperado. ¿Desprecias a las personas con deficiencias físicas? No hay ningún problema, y para ti también encontrarán un accidente. ¿Desprecias a los alcohólicos y drogadictos? Podrás aparecer en su lugar, sin ceremonias. Pues nadie nace así, sino que se hace, debido a circunstancias de la vida. ¿Por qué crees que estas circunstancias deban esquivarte a ti?

Nunca, por ningún motivo, juzgues mal a tus colegas de trabajo. En el mejor de los casos cometerás los mismos errores. En el peor, podrá surgir un conflicto que no te traiga nada bueno. Hasta pueden despedirte, aunque tuvieses toda la razón del mundo.

Si criticas al otro sólo porque no te gusta cómo viste, en la escala «bueno-malo» tú mismo te pones en un escalón más bajo que él, porque estás emitiendo energía negativa.

No hay nada malo en que una persona se enorgullezca por sus logros o se enamore de sí misma. El amor independiente por uno mismo es autosuficiente; por ende no molesta a nadie. El equilibrio se rompe sólo si la persona con la autoapreciación sobrevalorada empieza a revelar la actitud despectiva hacia las debilidades ajenas, imperfecciones o simplemente los logros modestos. Entonces el amor por uno mismo se convierte en amor propio, y el orgullo en vanidad. Y como resultado de la acción de las fuerzas equilibrantes de nuevo habrá un papirote.

El desprecio y la vanidad son vicios humanos. Los animales no los conocen. Se guían por intenciones convenientes y de este modo cumplen la voluntad de la naturaleza perfecta. Es mucho más perfecta la naturaleza salvaje que el hombre sensato. El lobo, así como cualquier otro depredador, no siente ni odio ni desprecio hacia su víctima. (Intenta tú mismo odiar y despreciar a una albóndiga.) En cambio las personas basan sus relaciones sobre meros potenciales excesivos. La grandeza de los animales y las plantas está en que éstos no son conscientes de ello. La conciencia ha dado al hombre tanto ventajas útiles, como basura perjudicial: vanidad, desprecio, el complejo de culpabilidad e inferioridad.

 Vadim Zeland: El espacio de las variantes, cap. 4