La belleza es peligrosa

La belleza es peligrosa. De pie en ese cerro uno veía trescientas millas de los Himalayas, casi de horizonte a horizonte, con valles profundos, oscuros, pico tras pico cubiertos de nieves eternas, sin una sola casa a la vista, ni una aldea ni una choza. El sol tocaba las cumbres más altas y, repentinamente, toda la cadena de montañas estuvo ardiendo. Fue como si ardieran desde adentro, un resplandor de increíble intensidad. Los valles se oscurecieron más aún y el silencio era absoluto. La tierra quitaba el aliento en su esplendor. A medida que el sol se iba levantando desde el lejano este, la inmensidad, la total pureza de esas montañas majestuosas parecían tan cercanas que uno casi podía tocarlas, pero estaban a muchos cientos de millas de distancia.

Y comenzó el día. No es de extrañarse que el hombre les haya rendido culto; son sagradas, uno tiene que adorarlas de lejos. Todos los antiguos las convirtieron en dioses, porque aquí hicieron su morada los seres celestiales. Hoy se han convertido en pistas para carreras de esquí, con hoteles, piletas de natación y bullicio. Pero no entre aquellas nieves implacables e incorruptibles. La belleza es imperecedera e infinitamente peligrosa.

Al dejar ese impenetrable silencio y descender por la vereda rocosa, siguiendo más abajo por un torrente y pasando por muchas variedades de pinos y grandes cedros de la India, el sendero se ensanchaba cubriéndose de hierba. Era una mañana hermosa, apacible, con el aroma de un bosque exuberante. El sendero tomaba muchas curvas y estaba empezando a hacer calor. En los árboles cercanos había todo un grupo de monos con largas colas y cuerpos grises y peludos, cuyas caras brillaban en esa mañana soleada. Los críos se aferraban a sus madres y todo el grupo observaba, sin manifestar temor, a la solitaria figura. Vigilaban inmóviles. Y pronto apareció un grupo de sannyasis que bajaban cantando hacia una aldea distante. Su sánscrito era preciso y claro, indicando que provenían del lejano sur. El himno que cantaban estaba dedicado al sol de la mañana que da vida a todas las cosas y cuya bendición estuvo y está sobre todas las criaturas vivientes. Eran alrededor de ocho, tres o cuatro muy jóvenes, todos con las cabezas afeitadas, vestidos con túnicas azafranadas. Caminaban controlados, cabizbajos, sin ver los grandes árboles, los miles de flores y los cerros suaves y apacibles, porque la belleza es peligrosa, puede despertar el deseo.

La belleza es peligrosa

La aldea preparaba su comida de la mañana y en el aire se sentía el olor de las hogueras de leños. Los niños, recién bañados, se preparaban entre gritos y risas para ir a la escuela. En medio del ruido habitual de la aldea se percibía una sensación de triste fatiga. Ellos tenían a su sacerdote, su creyente y su no creyente.

Es curioso cómo los sacerdotes, desde tiempos inmemoriales, han condicionado al cerebro humano para que tenga fe, para que crea y obedezca. Estaban los doctos, los maestros, la ley. Por su conducta noble y responsable eran los guardianes sociales, los sostenedores de la tradición. Por medio del temor controlaban tanto a los reyes como al pueblo. En un tiempo se mantenían afuera y aparte de la sociedad, de modo que pudieran guiarla moral, estética y religiosamente. Poco a poco se volvieron los intérpretes entre Dios y el hombre. Tenían poder, posición y la inmensa riqueza de los templos, las iglesias y las mezquitas. En Oriente cubrían sus cuerpos con vestiduras sencillas distintamente coloreadas. En Occidente, sus vestiduras rituales se volvieron cada vez más simbólicas, más y más costosas. Luego estaban esos monjes sencillos en los monasterios y esos otros en los palacios. Los jefes religiosos, con su burocracia, mantenían a la gente en la fe, el dogma, los rituales y las palabras sin sentido. La superstición, la superchería, la hipocresía, se convirtieron en la moneda de todas las religiones organizadas de Oriente y Occidente. Y aquello que es lo más sagrado se fue por la ventana, no importa lo hermosa que fuera la ventana.

De modo que el hombre tiene que comenzar a descubrir de nuevo aquello que es eternamente sagrado, que nunca puede ser atrapado por el intérprete, el sacerdote, el gurú, o por los mercachifles de la meditación. Uno tiene que ser luz para sí mismo. Esa luz jamás puede sernos dada por otro, no puede dárnosla ningún filósofo o psicólogo, por mucho que lo respete la tradición.

La libertad consiste en permanecer solo, sin apegos ni temores, libre en la comprensión del deseo que engendra ilusiones. Existe una fuerza inmensa en el permanecer solo. Es el cerebro condicionado, programado, el que nunca está solo, porque está repleto de conocimientos. Lo que está programado, religiosa o tecnológicamente, es siempre limitado. Esta limitación es el factor principal de conflicto.

La belleza es peligrosa para un hombre de deseos.

Del Boletín 57 (KF), 1989