La Presencia

«La conciencia de Lo-Que-es-Aquí-y-Ahora, libre de conceptos y juicios, no es un conocimiento intelectual. Es la realidad que se busca, pero tal realidad no puede ser un objeto. Cualquier intento de describir esta conciencia fracasará, porque la conciencia que es la realidad no se orígina añadiendo palabras ni descripciones, sino excluyendo las cosas que impiden que se experimente».

Ramesh Balsekar

¿Qué queremos decir cuando hablamos de presencia? No es una pregunta de fácil respuesta, ya que la presencia se refiere a un estado de conciencia y, como tal, no es algo que se preste a ser descrito con palabras. Incluso, empleando las palabras más acertadas, no hay seguridad de que el mensaje sea captado con claridad. Se trata de una experiencia, de algo que hay que vivir en primera persona.

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Como su nombre claramente indica, en el estado de presencia nos encontramos presentes y en el presente. Vivimos abiertamente en el ahora. Y esto ya es una ruptura radical con la conciencia egoica. Ya comentamos cómo el reino del ego es el «no presente». El ego ansía llegar al futuro, porque en él espera encontrar la felicidad, bajo cualquiera de las formas en las que se la prefiguró su fantasía. Debido a esta ansia por llegar al futuro, el ego pasa de puntillas sobre el presente. Se demora en él sólo lo necesario para que sus acciones le franqueen el paso. En realidad, el presente no le interesa. Lo considera sólo como un medio para alcanzar un fin. Por eso, entretenerse con él ¡le parece una pérdida de tiempo! No se da cuenta de que al no hacerlo, al no entretenerse, es cuando realmente pierde el tiempo. Pierde, en realidad, toda su vida: porque el futuro nunca llega. Siempre seguimos aquí, en el momento presente.

Por el contrario, al permanecer en el ahora, al demorarnos en él y saborearlo, estamos viviendo la vida, la única que tenemos, sin posponerla para un quimérico futuro. Vivimos el único momento que existe de verdad. Por eso, nos detenemos en él y procuramos ser conscientes de todo cuanto ese momento encierra. Lo aceptamos plenamente tal cual es: ¿cómo no vamos a hacerlo si ya está ahí, delante de nuestros ojos? Nos hacemos plenamente conscientes de todos sus detalles, matices y recovecos.

Lo que se experimenta en el estado de presencia es, por tanto, auténtico. La autenticidad es una característica exclusiva del presente. En el presente sentimos el cuerpo por dentro con todo lujo de detalles. Y también vemos, oímos, olemos, gustamos, tocamos de verdad. Sólo en el presente. En el pasado o en el futuro podemos recordar o imaginar sensaciones, pero no son reales, sólo son pálidos reflejos de la percepción directa de las cosas. ¡Qué gran diferencia existe entre ver e imaginar que vemos, o entre tocar e imaginar que se toca! En condiciones normales, el sistema nervioso distingue claramente lo que es real de lo que es imaginado o recordado. Las sensaciones reales poseen una especie de marchamo de autenticidad que es lo que se quiere expresar con el término «qualia». Nuestras sensaciones del presente son inefables, subjetivas, propias y privadas y su peculiar sabor o textura es imposible de transmitir a otra persona (e igualmente imposible de trasladar desde el presente a otro momento temporal cualquiera). Por medio del lenguaje podemos sugerir, indicar, insinuar, pero la autenticidad de la experiencia sólo es accesible a quien la experimenta. Por eso, las sensaciones que se viven en el presente tienen una riqueza, una profundidad y una inmediatez que no puede competir con nada que produzca la imaginación y, mucho menos, con un concepto. El presente se vive, el no-presente se imagina, se fantasea, se describe. Y, sin embargo, la conciencia egoica ha aprendido a renunciar a la riqueza del presente real y a vivir en la pobreza sensorial de la fantasía inexistente o del descarnado concepto.

La realidad que estamos experimentando no es, desde luego, un concepto. No gana nada si la intentamos describir con palabras. Al contrario, pierde. Si la tratamos de encerrar en la estrechez de un concepto, la empobrecemos, la cosificamos y la sacamos de lo que «es», ese latido de vida que somos, momento a momento. Si queremos describirla, la hacemos un objeto, pero eso no es la presencia. En la presencia completa, como antes sugería, la dualidad de sujeto-objeto (observador-observado) ya ha desaparecido. Lo único que existe es la experiencia, sin un sujeto que la viva (el sujeto lo introducimos después, cuando acaso queremos narrar la experiencia). En el momento en que se produce, sólo hay experiencia. El sujeto ha quedado perdido en la experiencia, engullido por ella. La presencia es pues, impersonal. Algo es presenciado. Se presencia. En ese momento de presencia auténtica, el sujeto, el observador, el yo, ha desaparecido. No es «yo observo», sino «hay observación», «la observación tiene lugar». Y todo esto, por supuesto, no son más que intentos de transmitir con palabras algo casi imposible de comunicar.

La presencia no sólo es impersonal. También es atemporal. Si vivimos en el instante, es que nos hemos salido del tiempo. El presente es siempre el mismo; sólo sus contenidos cambian. Pero el presente, como tal, permanece. Siempre estamos en él, en esa suerte de eternidad desde la que contemplamos el devenir de las cosas. Esta atemporalidad consustancial a la presencia entraña también una ruptura radical con la conciencia egoica, que se caracteriza por encontrarse presa del tiempo, fascinada por él. ¡La conciencia egoica espera tanto del futuro! Sin embargo en la presencia, el presente es aceptado y apreciado en todo su valor, que es el de la totalidad misma, libre de compromisos personales.

El experimentar el estado de presencia nos pone en contacto con un núcleo de estabilidad dinámica al que, uniéndome a una mayoría de personas que han tratado de describirlo, voy a llamar el ser. Y es del ser de lo que trata el próximo capítulo.

Vivir con plena atención [Extracto del cap. 10]
 
Fuente: Vicente Simón