La razón y el ego

La introducción de la razón en el sistema de pensamiento del ego es el comienzo de su des-hacimiento, pues la razón y el ego se contradicen entre sí. Y no es posible que coexistan en tu concien­cia, ya que el objetivo de la razón es hacer que todo esté claro y, por lo tanto, que sea obvio. La razón es algo que tú puedes ver. Esto no es simplemente un juego de palabras, pues aquí da co­mienzo una visión que tiene sentido. La visión es literalmente sentido. Dado que no es lo que el cuerpo ve, la visión no puede sino ser comprendida, pues es inequívoca, y lo que es obvio no es ambiguo. Por lo tanto, puede ser comprendido. Aquí la razón y el ego se separan, y cada uno sigue su camino.

La razón y el ego

Lo que le permite al ego seguir existiendo es su creencia de que tú no puedes aprender este curso. Si compartes con él esa creencia, la razón será incapaz de ver tus errores y despejar el camino hacia su corrección. Pues la razón ve más allá de los errores y te dice que lo que pensabas que era real no lo es. La razón puede reconocer la diferencia entre el pecado y el error porque desea la corrección. Te dice, por lo tanto, que lo que pensabas que era incorregible puede ser corregido, y que, por consi­guiente, tuvo que haber sido un error. La oposición del ego a la corrección conduce a su creencia fija en el pecado y a desenten­derse de los errores. No ve nada que pueda ser corregido. El ego, por lo tanto, condena y la razón salva.

La razón de por sí no es la salvación, pero despeja el camino para la paz y te conduce a un estado mental en el que se te puede conceder la salvación. El pecado es un obstáculo que se alza como un formidable portón -cerrado con candado y sin llave- ­en medio del camino hacia la paz. Nadie que lo contemplase sin la ayuda de la razón osaría traspasarlo. Los ojos del cuerpo lo ven como si fuese de granito sólido y de un espesor tal que sería una locura intentar atravesarlo. La razón, en cambio, ve fácil­mente a través de él, puesto que es un error. La forma que adopta no puede ocultar su vacuidad de los ojos de la razón.

La forma del error es lo único que atrae al ego. No trata de ver si esa forma de error tiene significado o no, pues es incapaz de reconocer significados. Todo lo que los ojos del cuerpo pueden ver es una equivocación, un error de percepción, un fragmento distorsionado del todo sin el significado que éste le aportaría. Sin embargo, cualquier error, sea cual sea su forma, puede ser corregido. El pecado no es sino un error expresado en una forma que el ego venera. El ego quiere conservar todos los errores y convertirlos en pecados. Pues en eso se basa su propia estabili­dad, la pesada ancla que ha echado sobre el mundo cambiante que él fabricó; la roca sobre la que se edificó su iglesia y donde sus seguidores están condenados a sus cuerpos, al creer que la libertad del cuerpo es la suya propia.

La razón te diría que no es la forma que adopta el error lo que hace que éste sea una equivocación. Si lo que la forma oculta es un error, la forma no puede impedir su corrección. Los ojos del cuerpo ven únicamente formas. No pueden ver más allá de aque­llo para cuya contemplación fueron fabricados. Y fueron fabrica­dos para fijarse en los errores y no ver más allá de ellos. Su percepción es ciertamente extraña, pues sólo pueden ver ilusio­nes, al no poder ver más allá del bloque de granito del pecado y al detenerse ante la forma externa de lo que no es nada. Para esta forma distorsionada de visión, el exterior de todas las cosas, el muro que se interpone entre la verdad y tú, es absolutamente real. Mas ¿cómo va a poder ver correctamente una visión que se detiene ante lo que no es nada como si de un sólido muro se tratase? Está restringida por la forma, habiendo sido concebida para garantizar que no perciba nada, excepto la forma.

Esos ojos, hechos para no ver, jamás podrán ver. Pues la idea que representan nunca se separó de su hacedor, y es su hacedor el que ve a través de ellos. ¿Qué otro objetivo tenía su hacedor, salvo el de no ver? Para tal fin, los ojos del cuerpo son los medios perfectos, pero no para ver. Advierte cómo los ojos del cuerpo se posan en lo exterior sin poder ir más allá de ello. Observa cómo se detienen ante lo que no es nada, incapaces de comprender el significado que se encuentra más allá de la forma. Nada es tan cegador como la percepción de la forma. Pues ver la forma signi­fica que el entendimiento ha quedado velado.

Sólo los errores varían de forma, y a eso se debe que puedan engañar. Tú puedes cambiar la forma porque ésta no es verdad. Y no puede ser la realidad precisamente porque puede cambiar. La razón te diría que si la forma no es la realidad tiene que ser entonces una ilusión, y que no se puede ver porque no existe. Y si la ves debes estar equivocado, pues estás viendo lo que no puede ser real como si lo fuera. Lo que no puede ver más allá de lo que no existe no puede sino ser percepción distorsionada, y no puede por menos que percibir a las ilusiones como si fuesen la verdad. ¿Cómo iba a poder, entonces, reconocer la verdad?

No permitas que la forma de sus errores te aleje de aquel cuya santidad es la tuya. No permitas que la visión de su santidad, que te mostraría tu perdón, quede oculta tras lo que ven los ojos del cuerpo. No permitas que la conciencia que tienes de tu her­mano se vea obstruida por tu percepción de sus pecados y de su cuerpo. ¿Qué hay en él que quisieras atacar, excepto lo que aso­cias con su cuerpo, el cual crees que puede pecar? Más allá de sus errores se encuentra su santidad junto con tu salvación. Tú no le diste su santidad, sino que trataste de ver tus pecados en él para salvarte a ti mismo. Sin embargo, su santidad es tu perdón. ¿Cómo ibas a poder salvarte si haces de aquel cuya santidad es tu salvación un pecador?

Una relación santa, por muy recién nacida que sea, tiene que valorar la santidad por encima de todo lo demás. Cualquier valor profano producirá confusión, y lo hará en la conciencia. En las relaciones no santas se le atribuye valor a cada uno de los indivi­duos que la componen, ya que cada uno de ellos parece justificar los pecados del otro. Cada uno ve en el otro aquello que le incita a pecar en contra de su voluntad. De esta manera, cada uno le atribuye sus pecados al otro y se siente atraído hacia él para poder perpetuar sus pecados. Y así se hace imposible que cada uno vea que él mismo es el causante de sus propios pecados al desear que el pecado sea real. La razón, en cambio, ve una relación santa como lo que realmente es: un estado mental común, donde ambos gustosamente le entregan sus errores a la corrección, de manera que los dos puedan ser felizmente sanados cual uno solo.

UCDM 1, cap. 22