Liberación del pasado

Aunque el trabajo que hay que realizar a nivel consciente es importante (es el que nos lleva a tomar decisiones), no es suficiente. Pues, en efecto, a menudo deseamos de forma consciente y sincera vivir según los principios descritos anteriormente, vivir en estado general de coherencia; nos esforzamos por comportarnos “bien”, por tener pensamientos positivos, por permanecer centrados en el corazón, e intentamos ampliar nuestra perspectiva de las cosas y nuestros contextos de pensamiento. Pero luego, en el día a día, nos atrapa la máquina y algo “más fuerte que nosotros” se impone a nuestra buena voluntad. Nos invade la ira, el miedo, la inseguridad, el estrés, la frustración, la impaciencia, el deseo de complacer a cualquier precio, el orgullo, la depresión, etc. el caos ha llegado, muy a nuestro pesar… Las reacciones que no deseamos –pero que surgen sin que nos demos cuenta– proceden de la activación de memorias alojadas en la parte inconsciente y automática del ordenador todavía no resueltas. Para sustentar el trabajo consciente y hacerlo eficaz, y a la luz de lo que se ha descrito en capítulos precedentes, es evidente que para desactivar esas memorias hay que hacer paralelamente un trabajo de fondo a nivel del inconsciente.

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Tal vez hemos creído que para desprogramar el ordenador bastaba decidir de una vez por todas que íbamos a pensar positivamente, que íbamos a cambiar los pensamientos negativos por pensamientos positivos mediante un acto de voluntad consciente. Pero eso no funciona casi nunca, y menos aun cuando se trata de programaciones con mucha carga emocional, que son las más activas. Precisamente es una de las mayores dificultades que encontramos en el camino. Para comprender por qué, vamos a observar de cerca el estado en que se encuentra la conciencia cuando se imprimen en ella las memorias.

Bruce Lipton, que es un famoso biólogo, presenta algunas estadísticas interesantes relativas al proceso de programación que tiene lugar en la infancia. El ser humano adulto dispone de toda una gama de frecuencias cerebrales que van desde la frecuencia delta (las más bajas, sueño profundo) hasta las beta y gamma (las más altas, actividades conscientes habituales), lo cual le permite realizar todas las actividades del día, desde las más rutinarias hasta las más creativas. Ése no es el caso de los niños que, de cero a dos años, funcionan sobre todo en frecuencia delta.

De dos a seis años, el niño está casi siempre en estado theta, vinculado directamente con la imaginación. Entre los seis y los doce años aparecen las frecuencias alfa, que implican mayor conciencia; y después de los doce, las frecuencias beta, que corresponden a las actividades específicas de la corteza cerebral: concentración, reflexión, análisis, etc.

Esa información es muy importante para el tema que nos ocupa porque demuestra que, durante los seis primeros años de vida, el ser humano se encuentra en una especie de estado de trance en el que la receptividad es total y, en consecuencia, que en esos años es eminentemente impresionable. Aunque, por otro lado, es la situación de aprendizaje por excelencia, proporcionada por la Naturaleza para que el niño pueda “conocer” el mundo y aprender rápidamente cómo adaptarse a él, lo cual está muy bien. Así, lo que puede parecer inconsciencia a los adultos es en realidad una especie de trance hipnótico que permite el aprendizaje directo y automático; por inmersión, simplemente, por observación pasiva. Hasta los seis años, el niño graba en su ordenador, sin ningún tipo de discernimiento, toda la información que capta. Todo lo que ve, oye y percibe, para él es verdadero, se convierte en su realidad.

El “conocimiento” así adquirido es un conocimiento directo y automático, y constituye el material de base sobre el que se apoyará luego la mente automática para activar sus memorias. Es un proceso muy útil y eficaz, pero presenta un inconveniente importante, y es que, en ese estadio, no se tiene discernimiento alguno y todo lo que registra la mente se convierte en una verdad absoluta; las informaciones recibidas constituyen referencias definitivas, utilizadas para construir una identidad.

Muchos de esos aprendizajes son positivos, como el aprendizaje de coordinación de los músculos o el del lenguaje. Pero otros, ligados a comentarios negativos, a experiencias dolorosas o estresantes, lo son mucho menos y se convierten en factores enormemente limitadores para toda la vida. Así que durante los seis primeros años de vida, todas las experiencias, cualesquiera que sean, imprimen su huella fácil y profundamente en la parte inconsciente del ordenador, que estará dispuesto a utilizarla según los principios vistos en la primera parte. Pero la impresionabilidad no está reservada a la infancia. En realidad se activa de forma instantánea en cuanto una persona vive una situación de estrés que afecta a la supervivencia física o psicológica. Además, en la actualidad es bien conocido que somos portadores de memorias que proceden de fuentes distintas a las de la propia infancia –memorias ancestrales, inconsciente colectivo, “vidas pasadas” (cualquiera que sea la interpretación que a ese le dé cada uno)– que han sido grabadas en condiciones semejantes y responden a los mismos criterios y al mismo tratamiento.

Ésas son las memorias de las que querríamos deshacernos, porque son las que desencadenan las reacciones automáticas, a menudo destructivas, que posteriormente lamentamos. Son ellas las que activan toda la gama de emociones negativas. Pero hay más. La ciencia nos dice que la mayor parte de nuestras actividades cotidianas están dirigidas por mecanismos del inconsciente. Según los neurobiólogos, sólo somos conscientes de un pequeño porcentaje de nuestras actividades cognitivas, el resto proviene del inconsciente. Además, ya hemos visto que la parte inconsciente del ordenador, que puede tratar la información a una velocidad de cuarenta mil millones de bits por segundo, es extraordinariamente rica y rápida, mientras que su parte consciente es muy lenta, con unos dos mil bits solamente… Estamos sometidos de forma casi permanente al potente proceso que procede del inconsciente. De ahí la necesidad de ir a ver lo que hay en él y poner un poco de orden…

Annie Marquier: El maestro del corazón cap. 17-II