Libertad interior

La actitud de libertad interior y de verdadera autonomía es la que en realidad nos permite aprender. No tenemos nada que probar a los demás y estamos abiertos a la experiencia y al descubrimiento.

 Libertad interior

En el estado de ánimo de víctima, toda persona que po­see otros conocimientos diferentes a los nuestros es incons­ciente e instantáneamente identificada al poder parental. En ese momento, en lugar de estar abiertos al aprendizaje, nos resistiremos a él para crearnos una ilusión de autonomía. Es una trampa en la cual podemos caer fácilmente al principio del trabajo sobre uno mismo. Sentimos confusamente un deseo de auténtica autonomía pero este sano deseo es recu­perado y distorsionado por nuestras programaciones de la infancia. Entonces se traduce simplemente en una resistencia a todo lo que pueda parecerse de cerca o de lejos a una ima­gen de poder. Es importante ser consciente de este mecanis­mo con el objeto de estar en condiciones de encontrar una armonía que conduce a la libertad y no quedarse en los me­canismos de la personalidad que nos sofocan. El contexto de responsabilidad es una muy buena herramienta para clarifi­car todo esto.

La falsa autonomía de la víctima en reacción contra la au­toridad conduce a la arrogancia. La verdadera autonomía que proviene del ser interior nos permite dejar expresar en noso­tros una de las cualidades del Ello: la humildad. En este estado de real humildad, todas las más hermosas flores del co­razón y del espíritu pueden encontrar su esplendor.

El concepto de responsabilidad nos permite retomar el contacto con nuestro poder interior y de manifestación. Esto no es contradictorio con la cualidad de humildad que acabamos de ver; lejos de eso. Acostumbrados a funcionar en un mun­do de víctimas, tenemos tendencia a asociar poder con vio­lencia y agresividad. El poder nacido en el Ello, liberado de las programaciones de la mente inferior, es un poder sano y armónico que está al servicio del bien de todos. Compañera directa de la autonomía, y no la única, esta consecuencia es una bendición para cada persona humana.

Cesamos de creer que somos impotentes delante de todas las circunstancias, como quieren hacérnoslo creer ciertos po­deres establecidos. Nos han dicho (de forma más o menos velada): «Quietos, no sabéis nada. Nosotros lo sabemos todo; sois débiles, vulnerables e ignorantes. Dejadnos defenderos, dejadnos dirigir vuestras vidas y decidir por voso­tros». Esto nos hace volver a estar en contacto con lo que nos han dicho cuando éramos niños, y por eso funciona. Mucha gente se deja impresionar por este discurso que no hace más que alimentar el estado de ánimo de víctima. Porque si los otros dirigen nuestra vida, tendremos muchas ocasiones de quejarnos si las cosas no van bien o no funcionan a nuestro gusto; encontramos una justificación fácil a nuestros senti­mientos negativos.

Cuando asumimos la responsabilidad, todo eso se trans­forma. Cesamos de dejarnos manipular y de manipular a los otros. Vamos a buscar la verdad al interior de nosotros mis­mos, porque hemos elegido reconocer, declarar y manifestar nuestro propio poder. Aprendemos a no tener ya miedo del Poder de los demás ni del nuestro. Liberados de los traumas de la autoridad producidos durante la infancia, respetamos el poder de los otros y manifestamos el nuestro, en el respeto a las diferencias e intercambio auténtico. Nos hacemos capaces de dar y recibir poder, y que todo el mundo resulte benefi­ciado, incluso nosotros mismos.

Reconocemos nuestro poder, abrimos la puerta a la manifestación de éste y lo ponemos en marcha. El reconocer nuestro poder nos lo devuelve.

A partir del momento en que sabemos que somos creadores y que tenemos todo el poder en nosotros para generar una vida que sea más satisfactoria, estamos dispuestos a actuar para construirla y jugar a ganador al juego de la vida, en lugar de intentar hacer perder a los otros como lo hace la víctima. La víctima juega a perdedora. Cuando tomamos contacto con nuestro propio poder, jugamos a ganador.

Annie Marquier: El poder de elegir, cap. 11