Perfeccionismo

Como norma general, desde la infancia nos enseñan que hagamos todo con cuidado, a conciencia; nos inculcan el sentido de la responsabilidad y algunas nociones del bien y del mal. Sin duda alguna así debe ser, pues si no, el ejército de perdularios y mediocres sería enorme. Pero a los más celosos partidarios de los péndulos esas nociones se les graban tanto en el alma que acaban por convertirse en parte de su personalidad.

El propósito de llegar a la perfección en todo se trasforma en algunos en una obsesión. La vida de esas personas es una lucha continua. Adivina ¿contra qué? Por supuesto, contra las fuerzas equilibrantes. El tener por objetivo la perfección en todo y dondequiera crea complicaciones a nivel energético, puesto que las valoraciones de esas personas se desplazan inevitablemente y, en consecuencia, surge el potencial excesivo.

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La intención de hacerlo todo bien no tiene nada de malo. Pero si a eso se le atribuye mucha importancia, las fuerzas equilibrantes no se hacen esperar. Simplemente echarán a perder todo. Además surge la relación inversa y la persona entra en un bucle: quiere conseguir más perfección, y todo le resulta al revés, desesperadamente intenta remediar la situación y todo le sale peor aún. Al final su propensión a la perfección se convierte en una costumbre y hasta puede pasar a ser una manía. La existencia de esa persona se convierte en una lucha constante y automáticamente envenena la vida de sus allegados, pues el perfeccionista es exigente no sólo consigo mismo, sino también con los demás. Eso se manifiesta en su intolerancia hacia las costumbres y gustos de los demás, lo que frecuentemente da motivos para pequeños conflictos que pueden tornarse grandes.

Desde fuera se ve bien lo absurdos que son los intentos del perfeccionista por conseguir la perfección en todo y, al mismo tiempo, tiranizar a sus cercanos. En cambio, a él no le parece así y se identifica tanto con su papel que empieza a creerse una persona irreprochable e infalible. Y lo manifiesta, en cierto modo, al mundo: «Si aspiro a convertirme en un ejemplo, entonces yo mismo soy un ejemplo».

Lo cual el perfeccionista no se confiesa ni a sí mismo, pues sabe que su sentido de la propia superioridad no encaja dentro de los límites de la idea que generalmente se tiene de sobre la perfección. Pero en su subconsciente, el «sentido de tener razón en todo» está bien arraigado.

Precisamente aquí le acecha la tentación de presentarse a la humanidad como juez supremo, el que decide qué es lo que tienen que hacer y cómo deben obrar las otras almas descarriadas. Como es de esperar, el perfeccionista cae con mucha facilidad en esa tentación. Puesto que se justifica con la convicción de tener razón, y el virtuoso deseo de poner a todos en el camino de la verdad le motiva a avanzar.

Desde ese momento, el «Hacedor de destinos», revestido con su toga de juez, se arroga el derecho de juzgar y sentenciar a los demás. En realidad tal pleito, por supuesto, no pasa más allá de acusaciones y sermones cotidianos. Pero en el plano energético surge un potencial excesivo poderosísimo. «El juez» asume la misión de decidir cómo deben portarse esas insensatas e innecesarias criaturas, qué deben pensar, qué apreciar, en qué creer, a qué aspirar. Y si a algún alfeñique se le ocurre tener su propia opinión sobre el asunto, habrá que ponerlo en su lugar; si se obstina, hay que juzgarlo, sentenciarlo y etiquetarlo como desleal, para que todos sepan quién es.

Si encuentras a un ejemplar de ésos, míralo con mucho interés. Es un ejemplo que representa la más grave violación de la ley del equilibrio. En este mundo todos somos huéspedes, cualquiera es libre de elegir su camino, pero nadie tiene derecho de juzgar a los demás, sentenciarlos ni etiquetarlos (dejemos de lado el derecho criminal).

Así es, parece que todo empieza desde el inofensivo propósito de perfeccionarse y termina en las pretensiones de tener privilegios de dueño. Por ende, la resistencia de las fuerzas equilibrantes, que antes se manifestaba como pequeños disgustos, crecerá también. Si el infractor está bajo el auspicio del péndulo, hasta cierto punto puede salir bien librado. Pero al fin llegará el momento de saldar cuentas. Cuando al huésped se le olvida que sólo es un huésped y empieza a optar por el papel de dueño, le pueden echar fuera.

Vadim Zeland: El espacio de las variantes, cap. 4