Relaciones y emociones

El simple hecho de vivir cada día, asumiendo nuestra responsabilidad y estando siempre vigilantes, hace milagros, en particular en nuestras relaciones. ¿Cuántas veces hemos culpado a los demás y los hemos juzgado por habernos hecho sufrir, por habernos molestado, inquietado, decepcionado o herido de una forma u otra? Y, a partir de ahí,

¿Cuánto resentimiento hemos alimentado, cuánta ira, envidia, frustración, odio, etc., arruinando nuestro bienestar y la calidad de nuestras relaciones? Si asumimos la responsabilidad de nuestras reacciones, cada vez que sintamos una emoción desagradable, en lugar de culpar a los demás podemos aprovechar para hacer un trabajo interior de conciencia, de conocimiento de nosotros mismos y de sanación ¡Qué diferencia!

Si queremos liberar nuestras relaciones de la influencia destructiva de las emociones negativas, lo primero que debemos hacer es asumir plenamente nuestra responsabilidad.

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Uno de los beneficios inmediatos que produce el hecho de asumir la plena responsabilidad de nuestras emociones es la posibilidad de un crecimiento acelerado. Porque, en lugar de prestar atención a las acciones de los demás y dilapidar energía reprobándolos o resistiendo a su comportamiento, permanecemos centrados y serenos. Así, toda la energía e inteligencia está a nuestra entera disposición y podemos concentrarnos en nuestro propio proceso interior, aprovechando la ocasión para hacer una importante toma de conciencia. Los que reactivan nuestras emociones se convierten en nuestros maestros, porque nos muestran qué debilidades debemos trabajar, qué heridas sanar, y qué imperfecciones y limitaciones superar. Permanecer en esa actitud a lo largo del día, en paralelo con otras prácticas, puede acelerar increíblemente el proceso de toma de conciencia de uno mismo y de liberación interior.

Asumir la plena responsabilidad de nuestras emociones, agradables o desagradables, y cualesquiera que sean las circunstancias, es una regla de oro que abre el acceso al conocimiento de sí mismo.

Annie Marquier: El maestro del corazón, cap. 17-I