Felicidad

La felicidad elusiva, la que cambia de forma según el tiempo o el lugar, es una ilusión que no significa nada. La felicidad tiene que ser constante porque se alcanza mediante el abandono del deseo de lo que no es constante: La dicha no se puede percibir excepto a través de una visión constante. Y la visión constante sólo se les concede a aquellos que desean la constancia. El poder del deseo del Hijo de Dios sigue siendo la prueba de que todo aquel que se considera a sí mismo impotente está equivocado. Desea lo que quieres, y eso será lo que contemplarás y creerás que es real. No hay un solo pensamiento que esté desprovisto del poder de liberar o de matar. Ni ninguno que pueda abando­nar la mente del pensador, o dejar de tener efectos sobre él.

Razón versus locura

El poder que ejerces sobre el Hijo de Dios no supone una ame­naza para su realidad. Por el contrario, sólo da testimonio de ella. Y si él ya es libre, ¿dónde podría radicar su libertad sino en él mismo? ¿Y quién podría encadenarle, sino él a sí mismo cuando se niega la libertad? De Dios nadie se burla, ni tampoco puede Su Hijo ser aprisionado, salvo por su propio deseo. Y por su propio deseo es también como se libera. En eso radica su fuerza, no su debilidad. Él está a merced de sí mismo. Y cuando elige ser mise­ricordioso, en ese momento se libera. Mas cuando elige conde­narse a sí mismo, se convierte en un prisionero, que encadenado, espera su propio perdón para poderse liberar.

Percepción

La percepción selecciona y configura el mundo que ves. Lite­ralmente lo selecciona siguiendo las directrices de la mente. La percepción es una elección, no un hecho. Pues tu creencia acerca de quién eres depende ente­ramente de la voz que elijas escuchar y de los panoramas que elijas ver. La percepción da testimonio únicamente de esto, nunca de la realidad. Puede mostrarte, no obstante, bajo qué condiciones es posible tener conciencia de la realidad, o aquellas en las que nunca sería posible.

Mirar en tu interior

La debilidad del ego es su fortaleza. El himno de la libertad, el cual canta en alabanza de otro mundo, le brinda espe­ranzas de paz. Pues recuerda al Cielo, y ve ahora que el Cielo por fin ha descendido a la tierra, de donde el dominio del ego lo había mantenido alejado por tanto tiempo. El Cielo ha llegado porque encontró un hogar en tu relación en la tierra. Y la tierra no puede retener por más tiempo lo que se le ha dado al Cielo como suyo propio.

Contempla amorosamente a tu hermano, y recuerda que la debilidad del ego se pone de manifiesto ante vuestra vista. Lo que el ego pretendía mantener separado se ha encontrado y se ha unido, y ahora contempla al ego sin temor. Criatura inocente de todo pecado, sigue el camino de la certeza jubilosamente. No dejes que la demente insistencia del miedo de que la certeza reside en la duda te detenga. Eso no tiene sentido. ¿Qué importa cuán imperiosamente se proclame? Lo que es insensato no cobra sentido porque se repita o se aclame. El camino de la paz está libre y despejado. Síguelo felizmente, y no pongas en duda lo que no puede sino ser cierto.

Soy responsable de lo que veo

El mundo que ves no es sino el testigo fútil de que tenías razón. Es un testigo demente. Tú le enseñaste cuál tenía que ser su testimonio, y cuando te lo repitió, lo escuchaste y te conven­ciste a ti mismo de que lo que decía haber visto era verdad. Has sido tú quien se ha causado todo esto a sí mismo. Sólo con que comprendieses esto, comprenderías también cuán circular es el razonamiento en que se basa tu «visión». Eso no fue algo que se te dio. Ése fue el regalo que tú te hiciste a ti mismo y que le hiciste a tu hermano. Accede, entonces, a que se le quite y a que sea reemplazado por la verdad. Y a medida que observes el cam­bio que tiene lugar en él, se te concederá poder verlo en ti mismo.

Heraldos de la eternidad

En este mundo, el Hijo de Dios se acerca al máximo a sí mismo en una relación santa. Ahí comienza a encontrar la confianza que su Padre tiene en él. Y ahí encuentra su función de restituir las leyes de su Padre a lo que no está operando bajo ellas y de encontrar lo que se había perdido. Sólo en el tiempo se puede perder algo, pero nunca para siempre. Así pues, las partes sepa­radas del Hijo de Dios se unen gradualmente en el tiempo, y con cada unión el final del tiempo se aproxima aún más. Cada mila­gro de unión es un poderoso heraldo de la eternidad. Nadie que tenga un solo propósito, unificado y seguro, puede sentir miedo. Nadie que comparta con él ese mismo propósito podría dejar de ser uno con él.