El parque

Era un parque muy amplio de varios acres, que se encontraba poco más allá de una extensa ciudad, en los suburbios. Un parque con grandes árboles y sombras profundas, tamarindos, mangos, palmeras y árboles cubiertos de flores. Había color por todas partes y un estanque con lirios.

Se veían arbolitos de semillero recién plantados, que crecerían hasta convertirse en árboles altísimos. El parque estaba rodeado por rotas alambradas de púas y uno tenía que expulsar a unas cabras que penetraban en él y, en ocasiones, también a una o dos vacas.

La casa era grande, no demasiado cómoda, y la habitación daba a un césped que necesitaba riego dos veces al día porque el sol era muy fuerte para la tierna hierba. Y siempre había pájaros: papagayos, mirlos maina, capuchinos, un gran pájaro moteado de larga cola que acostumbraba venir y picotear las bayas, y también un ave de color amarillo muy brillante que entraba y salía como un relámpago entre las hojas.

el parque

Se estaba tranquilo en ese parque, pero todas las madrugadas, alrededor de las cuatro y media, se oían canciones, un sonido estruendoso de radios que llegaba del otro lado del río y fragmentos de un cántico en sánscrito, pues era un mes de fiesta. Este cántico era bello, pero el resto de la música resultaba más bien exasperante. Una tarde, en el barrio pobre que se encontraba a unos centenares de yardas, estuvieron tocando música de cine en un gramófono al volumen más alto posible; ello continuó hasta la noche y alcanzó su culminación cerca de las nueve.

Se celebraba una reunión política, brillaban luces de neón y un orador estaba perorando. Aparentemente, prometía las cosas más extravagantes. Era tan voluble como sus oyentes, quienes votarían luego según sus propios caprichos. Fue realmente una diversión que se prolongó por varias horas.

La música religiosa habría de comenzar nuevamente en la madrugada. Por encima de las palmeras se veía la Cruz del Sur y sobre la tierra reinaba el silencio.

El político buscaba obtener, a través de sí mismo, poder para su partido. El deseo de dominar, de imponerse y ser obedecido, parece muy íntimamente ligado al hombre. Uno observa esto en un niño pequeño y en lo que llamamos el hombre maduro —el deseo con todas sus sutilezas, sus fealdades y su crueldad. Los dictadores, los sacerdotes y el jefe de familia, ya sea hombre o mujer, todos parecen exigir esta obediencia. Asumen la autoridad que han usurpado o recibido de la tradición, o que les otorga la circunstancia de ser más viejos. Este patrón se repite en todas partes.

Poseer y ser poseído es entregarse a esta estructura del poder. Desde la infancia, mediante la comparación y la medida, se fomenta este deseo de poder, posición y prestigio. De esto surge el conflicto, la lucha por conseguir cosas, por alcanzar el éxito y realizarse. Y el hombre que reclama para sí tanto respeto, muestra falta de respeto hacia los demás. Al ejecutivo con su gran automóvil se lo respeta, y él, a su vez, siente mucho respeto por el automóvil más grande, la casa más grande, la renta más grande.

Lo mismo ocurre con la estructura religiosa del sacerdocio y también con la jerarquía de los dioses. Las revoluciones tratan de acabar con eso, pero pronto se repite el mismo patrón con los dictadores a la cabeza. La exhibición de humildad se vuelve una cosa muy fea en este estilo de vida.

La obediencia es violencia, y la humildad no tiene relación con la violencia. ¿Por qué un ser humano ha de tener este temor, este respeto y esta falta de respeto? Tiene miedo de la vida con todas sus incertidumbres y ansiedades y teme a los dioses de su propia mente. Es este temor el que conduce al poder y a la agresión.

El intelecto es consciente de este temor, pero no hace nada al respecto, y así construye una sociedad, una iglesia, donde este temor con sus múltiples escapes se alimenta y sostiene. El temor no puede ser vencido por el pensamiento porque es el pensamiento el que ha engendrado el temor. Sólo cuando el pensamiento se halla en silencio, hay posibilidad de que el temor llegue a su fin. El hombre competidor que tiene poder, obviamente carece de amor, aunque pueda tener una familia e hijos a los que afirma amar.

Es éste, realmente, un mundo de gran dolor y, para amar, tiene uno que estar fuera de él. Estar fuera es estar solo, no comprometido con el mundo.

 

Del Boletín 5 (KF), 1970