Confundir el error con el pecado

Es esencial no confundir el error con el pecado, ya que esta distinción es lo que hace que la salvación sea posible. Pues el error puede ser corregido, y lo torcido enderezado. Pero el pecado, de ser posible, sería irreversible. La creencia en el pecado está necesariamente basada en la firme convicción de que son las mentes, y no los cuerpos, que las atacan. Y así, la mente es culpable y lo será siempre, a menos que una mente que no sea parte de ella pueda darle la absolución. El pecado exige castigo del mismo modo en que el error exige corrección, y la creencia de que el castigo es corrección es claramente una locura.

Confundir el error con el pecado

El pecado no es un error, pues el pecado comporta una arrogancia que la idea del error no posee. Pecar supondría violar la realidad y lograrlo. El pecado es la proclamación de que el ataque es real y que la culpabilidad está justificada. Da por sentado que el Hijo de Dios es culpable y que, por lo tanto, ha conseguido perder su inocencia y también convertirse a sí mismo en algo que Dios no creó. De este modo, la creación se ve como algo que no es eterno, y la Voluntad de Dios como susceptible de ser atacada y derrotada. El pecado es la gran ilusión que subyace a toda la grandiosidad del ego. Pues debido a él, Dios Mismo cambia y se le priva de Su Plenitud.

El Hijo de Dios puede estar equivocado, engañarse a sí mismo e incluso usar el poder de su mente contra sí mismo. Pero no puede pecar. No puede hacer nada que en modo alguno altere su realidad, o que haga que realmente sea culpable. Eso es lo que el pecado quisiera hacer, pues ése es su propósito. Mas a pesar de toda la salvaje demencia inherente a la idea del pecado, éste sigue siendo imposible. Pues el costo del pecado es la muerte, y ¿podría acaso perecer lo que es inmortal?

Uno de los principales dogmas de la descabellada religión del ego es que el pecado no es un error sino la verdad, y que la ino­cencia es la que pretende engañarnos. La pureza se considera arrogancia, y la aceptación de nuestro ser como algo pecaminoso se percibe como santidad. Y es esta doctrina la que sustituye a la realidad del Hijo de Dios tal como su Padre lo creó, y tal como dispuso que fuese para siempre. ¿Es esto humildad? ¿O es más bien un intento de desgajar a la creación de la verdad, y de mante­nerla aparte?

El ego siempre considerará injustificable cualquier intento de reinterpretar el pecado como un error. La idea del pecado es absolutamente sacrosanta en su sistema de pensamiento, y sólo puede abordarse con respeto y temor reverente. Es el concepto más «sagrado» del sistema del ego: bello y poderoso, completa­mente cierto, y protegido a toda costa por cada una de las defen­sas que el ego tiene a su disposición. Pues en el pecado radica su «mejor» defensa, a la que todas las demás sirven. El pecado es su armadura, su protección y el propósito fundamental de la rela­ción especial tal como el ego la interpreta.

Puede ciertamente afirmarse que el ego edificó su mundo sobre el pecado. Únicamente en un mundo así podría todo ser a la inversa. Ésta es la extraña ilusión que hace que las nubes de la culpabilidad parezcan densas e impenetrables. La solidez que los cimientos de este mundo parecen tener descansa en ello. Pues el pecado ha hecho que la creación, de ser una Idea de Dios, pase a ser un ideal del ego: un mundo que él rige, compuesto de cuerpos inconscientes y capaces de caer presa de la corrupción y decaden­cia más absolutas. Si esto es un error, la verdad puede deshacerlo fácilmente, pues todo error puede ser corregido sólo con que se le permita a la verdad juzgarlo. Pero si al error se le otorga el rango de verdad, ¿ante qué se podría llevar? La «santidad» del pecado se mantiene intacta debido únicamente a este extraño mecanismo. En cuanto que verdad, el pecado es inviolable, y todo se lleva ante él para ser juzgado. Más si es un error, es él el que tiene que ser llevado ante la verdad. Es imposible tener fe en el pecado, pues el pecado es falta de fe. Mas es posible tener fe en el hecho de que cualquier error puede ser corregido.

No hay un solo baluarte en toda la ciudadela fortificada del ego más celosamente defendido que la idea de que el pecado es real, y de que es la expresión natural de lo que el Hijo de Dios ha hecho de sí mismo y de lo que es. Para el ego eso no es un error. Pues ésa es su realidad: la «verdad» de la que nunca se podrá escapar. Ése es su pasado, su presente y su futuro. Pues de alguna manera se las ha arreglado para corromper a su Padre y hacerle cambiar de parecer por completo. ¡Llora, pues, la muerte de Dios, a Quien el pecado asesinó! Este sería el deseo del ego, que en su demencia cree haberlo logrado.

¿No preferirías que todo esto no fuese más que una equivoca­ción, completamente corregible, y de la que fuese tan fácil esca­par que rectificarla totalmente sería tan sencillo como atravesar la neblina y llegar hasta al sol? Pues eso es todo lo que es. Quizá te sientas tentado de coincidir con el ego en que es mucho mejor ser pecador que estar equivocado. Más piensa detenidamente antes de permitirte a ti mismo tomar esa decisión. No la tomes a la ligera, pues es la elección entre el Cielo y el infierno.

UCDM1, cap. 19-II