El río

Aquí el río era especialmente ancho, profundo y limpio. Más arriba estaba la antigua ciudad, muy antigua, tal vez la más vieja del mundo. Pero se hallaba como a una milla de distancia y toda su suciedad parecía haber sido lavada por el río, cuyas aguas eran sumamente límpidas, sobre todo en medio de la corriente. En esta ribera había muchísimas construcciones que no eran particularmente hermosas, pero en la otra margen se veía trigo de invierno recién sembrado, porque el río alcanza unos veinte o treinta pies durante la estación de las lluvias y, por tanto, la tierra es rica en ambas orillas. Y más allá de las márgenes había aldeas, árboles, campos de trigo y una gran variedad de grano alimenticio.

El río

La imaginación y el romanticismo niegan el amor, porque el amor es su propia eternidad. El hombre ha buscado a través de distintos dioses, ideologías y esperanzas algo que no estuviera atado al tiempo. El nacimiento de un nuevo bebé no es una indicación de algo eterno. La vida viene y se va. Existe la muerte, hay sufrimiento y todo el daño que el hombre puede hacer; y este movimiento de cambio, deterioro y nacimiento sigue estando dentro del círculo del tiempo.

El tiempo es pensamiento, y el pensamiento es producto del pasado. Lo que tiene continuidad, la causa que produce el efecto y el efecto que a su vez se convierte en la causa, es parte de este movimiento del tiempo. El hombre ha estado preso en esta trampa del tiempo, y utiliza todos los ardides del romanticismo y la imaginación para producir una imitación de lo que llama eternidad. Y desde esto surge el deseo (con su placer) por alcanzar la inmortalidad, un estado sin muerte que él espera experimentar a través de las imágenes de la mente.

Las religiones han ofrecido una falsificación de lo verdadero. Las personas más serias se dan cuenta de todo esto y del daño que lo falso ocasiona. Existe un estado que no es imaginación ni fantasía romántica, que no pertenece al tiempo ni es producto del pensamiento y la experiencia. Pero para dar con él debemos desprendernos de todas las monedas falsas que hemos atesorado, enterrarlas tan profundamente que ningún otro pueda encontrarlas. Porque el otro piensa que debe pasar por todas esas cosas que hemos desechado, y es por eso que esas cosas ya descartadas jamás deben ser encontradas por otro. Porque de lo contrario, surge la imitación y las monedas falsas vuelven a acuñarse. Negarlas no requiere esfuerzo ni una fuerte voluntad ni la atracción de algo más grande; uno las desecha muy sencillamente porque ve su futilidad, su peligro, su inherente capacidad de causar perjuicio y su vulgaridad.

La mente no puede fabricar esa cosa llamada eternidad, tal como no puede cultivar el amor. Ni la eternidad puede ser descubierta por una mente que la está buscando. Y la mente que no la busca, es una mente malgastada. La mente es una corriente, muy profunda en el centro y muy superficial en la periferia, como el río que tiene una fuerte corriente en el medio y agua quieta en sus orillas.

Pero la corriente profunda tiene tras sí el caudal de la memoria, y esta memoria es la continuidad que atraviesa la ciudad, que se ensucia y que queda limpia nuevamente. El caudal de la memoria provee la fuerza, el impulso, la agresión y el refinamiento. Es esta memoria profunda la que se reconoce como las cenizas del pasado, y es esta memoria la que tiene que llegar a su fin.

No hay método para terminar con ella ni moneda con la cual poder comprar un nuevo estado. El ver todo esto es su terminación. Es sólo cuando este inmenso caudal llega a su fin que hay un nuevo comienzo. La palabra no es lo real; lo que la palabra mide niega lo verdadero.

 

Del Boletín 12 (KF), 1971-2