La divina paradoja

Con esa toma de conciencia, el mundo entero se autolibera. Al liberarse del monopolio del pensamiento, al liberarse de ese lastre de «yo y mis problemas», todo queda sumido en un gran desahogo. Libre de objetivos y significados, cada momento es una meta en sí mismo, todo tiene un significado intrínseco porque cada momento es lo único que existe ahora y siempre. Libre de toda inhibición, todo está permitido y las consecuencias ni siquiera son posibles.

La vida me excluye

Así son las cosas, en el lugar donde sería de esperar que encontrara una entidad llamada «yo», lo único que de verdad encuentro es esta asombrosa danza de olas, y nada que me separe de ellas. En la ausencia del yo, encuentro la presencia del mundo. El mundo y yo estamos enamorados ―en el verdadero sentido de la palabra «amor»―. Pierdo la identificación con «mi vida» y descubro mi inseparabilidad de la vida en sí. Descubro que no soy una consciencia, un alma o un espíritu desencarnados separados de la vida, flotando sobre, más allá o detrás de la vida, o que hayan existido antes o existan después de la vida. Soy la vida.

Hiciste lo mejor que pudiste

Hiciste lo mejor que pudiste. Hiciste todo lo que podías haber hecho. No tenías otra opción. Teniendo en cuenta lo que creías en ese momento, los poderosos o sutiles sentimientos que se movían en ti, lo conectado que estabas con tu respiración, tu cuerpo, tu verdad, tu camino; lo arraigado que estabas en el momento presente, la claridad con la que veías o no; de acuerdo al dolor que sentías, a lo abiertas y crudas que estaban tus heridas; considerando la resistencia que sentías, lo estrecha o amplia que era tu perspectiva, lo atrapado que estabas en tu historia personal, no pudiste haber actuado o dicho nada de otra manera.